P. Carlos Cardó SJ
Escuchen ahora la parábola del sembrador: Cuando uno oye la palabra del Reino y no la interioriza, viene el Maligno y le arrebata lo que fue sembrado en su corazón. Ahí tienen lo que cayó a lo largo del camino. La semilla que cayó en terreno pedregoso, es aquel que oye la Palabra y en seguida la recibe con alegría. En él, sin embargo, no hay raíces, y no dura más que una temporada. Apenas sobreviene alguna contrariedad o persecución por causa de la Palabra, inmediatamente se viene abajo. La semilla que cayó entre cardos, es aquel que oye la Palabra, pero luego las preocupaciones de esta vida y los encantos de las riquezas ahogan esta palabra, y al final no produce fruto. La semilla que cayó en tierra buena, es aquel que oye la Palabra y la comprende. Este ciertamente dará fruto y producirá cien, sesenta o treinta veces más.
Jesús explica a sus discípulos el sentido de su parábola del
sembrador. Les habla de distintas tierras en las que cae la semilla del
evangelio que Él difunde. Son cuatro, y sólo en una el trabajo del sembrador
tiene éxito. Son distintas clases de tierra, no tipos de hombres; son cuatro
niveles o formas de escucha de la Palabra que pueden convivir en nosotros en
diferentes grados de intensidad según las circunstancias.
La semilla caída en tierra de borde
del camino corresponde a la situación que vivimos cuando escuchamos la Palabra del
Señor, pero no la entendemos y no podemos hacerla nuestra. Nuestras formas de
pensar, costumbres y prejuicios la opacan y nos impiden comprenderla, incluso
nos impiden prestarle la atención que se merece, creemos que no tenemos nada
que aprender, ni cambiar. La semilla del evangelio no arraiga.
La semilla en terreno pedregoso
corresponde a la situación que vivimos cuando escuchamos el mensaje y lo
acogemos con alegría, pero las presiones y tensiones internas y externas
impiden que eche raíces en nosotros y se seca. Podemos ser superficiales e
inconstantes en nuestro compromiso, con buenos sentimientos y deseos, que se quedan
en eso, sin obras, ni compromiso efectivo y concreto.
La semilla caída en tierra llena
de zarzas ocurre cuando permitimos que la Palabra arraigue y crezca, pero las
preocupaciones no evangélicas, los criterios antievangélicos que asimilamos y
el engaño de lo que el mundo nos ofrece como felicidad sofocan en nuestro
interior las aspiraciones más altas. Son los "afanes de la vida" y la
"atracción de las riquezas"; falsos dioses, ídolos que seducen. La
persona queda cautivada, asentada en una vida estéril, que no beneficia a nadie
sino al propio interés y provecho.
La tierra buena que da fruto
corresponde a aquellas situaciones en las que aflora lo mejor nuestro, aquello que
nos honra y hace sentir realmente bien: cuando somos capaces de gestos de
generosidad y amor. Entonces, nos hacemos disponibles como María a lo que el
Señor nos pide.
Mantenernos como tierra buena no
es tarea de un día; es proceso lento y constante. Pero es esfuerzo sostenido
por la confianza en Dios. A pesar de las dificultades, Jesús nos asegura el
resultado. Su Palabra es capaz de atravesar el espesor del mal en nuestro
corazón y convertirnos a Él.
Hay aquí una invitación a observar las resistencias que oponemos al
mensaje evangélico, no para abatirnos sino para reconocer dónde y cómo el mismo
Señor lucha con nosotros para tomar posesión de nuestro corazón. El texto evangélico
nos abre los ojos a la acción sostenida de la gracia en nuestros corazones. Pablo
la sentía como la paciencia que Dios tenía con él para convertirlo en un
instrumento suyo realmente eficaz: Cristo
Jesús me tuvo compasión, para demostrar conmigo toda su paciencia, dando un
ejemplo a los que habrían de creer y conseguir la vida eterna (1 Tim 1, 16).
El fruto de la palabra sembrada en nuestro interior es de Dios, es
Dios que se nos da. A nosotros nos toca analizar nuestras resistencias y pedir
liberarnos de ellas para acoger lo que lo que Dios nos da. Es pedir fidelidad
al amor que ha sido derramado en nuestros corazones.
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