P. Carlos Cardó SJ
Mientras Jesús hablaba, llegó un jefe de los judíos, se postró delante de él y le dijo: «Mi hija acaba de morir, pero ven, pon tu mano sobre ella, y vivirá».
Jesús se levantó y lo siguió junto con sus discípulos. Mientras iba de camino, una mujer que desde hacía doce años padecía hemorragias, se acercó por detrás y tocó el fleco de su manto. Pues ella pensaba: «Con sólo tocar su manto, me salvaré».
Jesús se dio vuelta y, al verla, le dijo: «Animo, hija; tu fe te ha salvado». Y desde aquel momento, la mujer quedó sana.
Al llegar Jesús a la casa del jefe, vio a los flautistas y el alboroto de la gente. Entonces les dijo: «Váyanse, la niña no ha muerto sino que está dormida». Ellos se burlaban de él. Después que echaron a toda la gente, Jesús entró, tomó a la niña por la mano, y la niña se levantó. El hecho se divulgó por toda aquella región.
A diferencia de Marcos y Lucas (Mc 5, 21-43; Lc 8, 40-56), Mateo reduce
la parte narrativa de estos milagros, no pone detalles descriptivos ni se fija
en los personajes secundarios, para centrar toda su atención en el diálogo.
Quiere resaltar que el milagro se produce en un contexto de relaciones
interpersonales. No es un hecho mecánico ni una ostentación de poderes
sobrehumanos. Es la respuesta a una invocación cargada de confianza.
La fe es eso, efectivamente: confiar en
Cristo, adherirse a su persona, entregarle la vida con todo lo que ella tiene
de gozos y tristezas, y acoger la gracia salvadora que Él nos da. No es la
confianza en un poder mágico lo que salva, sino el encuentro personal con
Jesús. Los dos protagonistas de la historia, el personaje importante y la mujer
enferma de hemorragias, tienen ese encuentro con Él, cada uno a su modo, pero
ambos con la misma fe confiada en Jesús. Por eso, el hilo conductor del relato
es su frase: Tu fe te ha salvado.
El primer protagonista es un hombre
importante, probablemente el jefe de la sinagoga de Cafarnaúm, llamado Jairo según Lucas. Su condición social
hace más significativo su gesto de caer de rodillas ante Jesús, adorarlo e
invocarlo: Mi hija acaba de morir, pero
ven, aplícale tu mano y vivirá. La situación en que está no puede ser más
desesperada. ¿Qué puede hacerse con la muerte?
Pero, por imposible o irracional que
parezca la invocación de este hombre, con ella proclama que la muerte no puede
tener la última palabra sobre la vida de su hijita. Y la intención del
evangelista es esa precisamente: sugerir que la fe del personaje, superando
todo escepticismo, es un anticipo de la fe pascual en el triunfo de la vida
sobre la muerte. La fe lo ha llevado a intuir la presencia de Dios en la
situación fatal en que se encuentra, ha avivado en él la certeza de que para
Dios nada es imposible y que su poder salvador obra en la persona de Jesús; por
eso cae de rodillas ante Él y le confía todo su pesar.
El otro personaje es una pobre mujer que
sufre de hemorragias, pierde sangre, es decir, pierde vida. Además, su
enfermedad la hace sentirse humillada hasta el punto de no atreverse a aparecer
en público. Y, lo que es peor, según las ideas religiosas de su tiempo el
derramamiento de sangre hace a la mujer “impura”. Su contacto contagia. Durante
doce años arrastra una existencia de intocable, al margen de todo. Piensa,
pues, que ni Jesús puede tocarla. Sólo
le queda acercársele sigilosamente por detrás y ver si puede tocarle el borde
de su manto, nada más, pero con esta certeza: Si llego tan sólo a tocar su manto, me salvo. Es significativo que
diga me salvo y no simplemente me curo.
Jesús se vuelve. El gesto de la mujer no
ha podido pasarle desapercibido; ha motivado en Él una iniciativa inmediata de
misericordia. Ella le ha tocado apenas, furtivamente, el borde de su manto: Él
toma contacto con ella atentamente, le hace ver que la tiene en cuenta aunque
sea una mujer impura, aunque los demás la desprecien y se alejen de ella. Le infunde
ánimo, le devuelve su dignidad, es hija. ¡Ánimo,
hija! Y de inmediato le muestra el resultado de su fe: la vida recobrada, la
dignidad rehecha, la integración social restablecida, la alegría… Ya nada de enfermedad,
nada de discriminación injusta. Tu fe te
ha curado. Primero ha sido el encuentro, después la revelación y actuación
del poder de la fe. Quien cree tiene vida, pasa de muerte a vida, afirmará
Jesús en el evangelio de Juan (Jn 5,24).
En la casa del notable ya se celebra el
duelo por la niña según las costumbres judías de entonces. Mateo, sobrio en
todo su relato, se fija en la presencia de los flautistas y el alboroto de la
gente, para señalar quizá el contraste entre la fe cristiana pascual y la
conciencia fatalista frente a la muerte. Fuera,
la muchacha no está muerta, está dormida, dice Jesús, quitándole tragedia
al misterio de la muerte, reduciéndola a un sueño, redimensionándola. Pero se
reían de Él. La resurrección es locura para judíos y necedad para los griegos. (1 Cor 1, 23)
Y así, sin nada espectacular, una vez
echados fuera todos los asistentes al duelo, se realiza el milagro en lo
secreto: Tomó a la muchacha de la mano y
ésta se despertó.
Queda así el hecho como un signo
anticipatorio de la victoria plena sobre la muerte.
Después de la experiencia pascual, los discípulos llevarán a todo el mundo la proclamación de esta verdad: La muerte ha sido vencida. ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón? (1 Cor 15, 55).
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