domingo, 14 de noviembre de 2021

Homilía del Domingo XXXIII del Tiempo Ordinario - Entonces verán al Hijo del hombre (Mc 13, 24-32)

 P. Carlos Cardó SJ

El juicio final, fresco de Miguel Ángel (1537 – 1541), Capilla Sixtina, El Vaticano

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “Cuando lleguen aquellos días, después de la gran tribulación, la luz del sol se apagará, no brillará la luna, caerán del cielo las estrellas y el universo entero se conmoverá. Entonces verán venir al Hijo del hombre sobre las nubes con gran poder y majestad. Y él enviará a sus ángeles a congregar a sus elegidos desde los cuatro puntos cardinales y desde lo más profundo de la tierra a lo más alto del cielo.
Entiendan esto con el ejemplo de la higuera. Cuando las ramas se ponen tiernas y brotan las hojas, ustedes saben que el verano está cerca. Así también, cuando vean ustedes que suceden estas cosas, sepan que el fin ya está cerca, ya está a la puerta. En verdad que no pasará esta generación sin que todo esto se cumpla. Podrán dejar de existir el cielo y la tierra, pero mis palabras no dejarán de cumplirse. Nadie conoce el día ni la hora. Ni los ángeles del cielo ni el Hijo; solamente el Padre”.

Los contemporáneos de Jesús y después las primeras comunidades cristianas sentían la inquietud de saber “cuándo” iba a ocurrir el fin del mundo y cómo se iba a reconocer su venida. Jesús se niega a satisfacer esa curiosidad. Lo que hace es describir el destino final de la historia –a escala cósmica– empleando imágenes semejantes a las de la literatura apocalíptica judía (concretamente, del libro de Daniel), que fueron redactados en la última etapa del Antiguo Testamento.

Apocalipsis no significa desastre sino revelación de algo desconocido. Este género literario describía mediante símbolos la victoria de Dios sobre el mal. Empleaba un lenguaje lleno de colorido, de trazos y tintes fuertes, de imágenes impactantes y paradojas, que no se deben tomar en sentido literal, pero que tampoco nos deben extrañar pues, de hecho, la realidad del mundo hace estallar a diario ante nuestros ojos imágenes fuertes de hechos dolorosos y dramáticos que llenan de horror.

Jesús en su discurso no revela cosas extrañas ni ocultas, sino que da a conocer el sentido profundo de nuestra realidad presente, enseña que el mundo tiene su origen y su fin en Dios e invita a vivir el presente desde esta perspectiva, la única que da sentido a la vida.

El evangelio nos hace ver que no vamos hacia el “acabose” sino hacia “el fin”, que no nos espera la nada y el vacío sino el encuentro con Dios. Vamos hacia la disolución del mundo viejo y al nacimiento del nuevo. El universo, en la forma que hoy tiene, se habrá de acabar: lo que ha tenido un inicio, tiene un fin. Pero se nos dice también que hay una relación entre la meta final y el camino que llevamos. Por tanto, quienes no acepten el sentido y finalidad que deben tener sus vidas, podrán acabar mal, como acabará todo lo malo que hay en este mundo: de modo que así como no debemos tener miedo por el futuro, tampoco podemos convertirnos en unos ingenuos y triunfalistas.

El texto que comentamos retoma a escala cósmica las constantes negativas de la vida y de la historia que perduran hasta hoy y que, llevadas a extremo, pueden destruirlo todo. Este es el sentido de las imágenes del sol que deja de brillar, la luna que pierde su resplandor, y las estrellas y astros del cielo que caen.

Ahora bien, en el evangelio de Marcos, todo eso ocurre en la muerte de Jesús: allí acontece el primer cumplimiento de la victoria sobre el mal del mundo, que queda como anticipo y promesa de un futuro en el que la victoria llegará a su plenitud. Así, vemos que al momento de morir Jesús, el sol se oscureció desde el mediodía (15,33), el velo del templo –símbolo del cielo– se rasgó en dos (15,39) y apareció la gloria de Dios (15,39).

En el cuerpo muerto del Señor que carga sobre sí el pecado y el mal de este mundo, se realiza el juicio de Dios: la derrota de lo negativo y la liberación del amor que triunfa. En la realidad en que vivimos se desarrolla el misterio de la muerte y resurrección de Jesús, y el misterio del Reino de Dios que crece hasta lograr su plenitud.

Por eso la descripción del fin del mundo contiene un anuncio esperanzador: la última palabra sobre el destino humano no es una palabra de muerte y destrucción total. Lo que desaparecerá será el mal del mundo y aparecerán los cielos nuevos y la tierra nueva (Is 25,8; Ap 21, 1-5). Una humanidad nueva surgirá: la humanidad nueva que nace con la muerte de Cristo en la cruz y que será conducida a su plenitud por el Hijo del hombre cuando venga con poder y majestad.  Entonces aparecerá la salvación de Dios.

Para el cristiano, la venida del Señor al final de los tiempos ha de significar consuelo y aliento para vivir el presente. El Señor viene a reunir de los cuatro vientos a sus elegidos… El momento final de la historia consistirá en la reunión de los “elegidos” en comunión gozosa con Dios, como manifestación plena de su reinado sobre todo lo creado. Y por eso, sea cual sea el fin temporal de la historia humana, incluida la posibilidad de una catástrofe mundial, el cristiano sabe que la creación entera ha sido confiada definitivamente a las manos de Dios, nuestro creador y padre, por Jesucristo su hijo, crucificado y resucitado, en quien el ser humano y todo lo creado ha hallado su forma de realización plena e irreversible.

A los primeros cristianos que preguntaban ansiosos cuándo iba a ser el fin del mundo, el evangelio les decía cómo debían esperarlo. A los de hoy, que piensan con temor en el fin del mundo o ya no les interesa, el evangelio les dice qué sentido tiene el esperarlo y cómo encaminar nuestra historia actual hacia la verdadera esperanza que no defrauda.

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