P. Carlos Cardó SJ
Se acercaba la Pascua de los judíos, y Jesús subió a Jerusalén. Y encontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas sentados; y, haciendo un azote de cordeles, los echó a todos del templo, ovejas y bueyes; y a los cambistas les esparció las monedas y les volcó las mesas; y a los que vendían palomas les dijo: "Quitad esto de aquí; no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre." Sus discípulos se acordaron de lo que está escrito: "El celo de tu casa me devora."
El
templo era el principal lugar del culto judío, que tenía como centro la
celebración anual de la Pascua con el sacrificio del cordero. Miles de corderos
se inmolaban en el atrio del templo; se quemaba la grasa y la carne se dividía:
una parte se llevaba a las casas para la comida pascual y otra se destinaba al santuario
para ser vendida por los sacerdotes. Además, como los corderos tenían que ser
puros, el templo garantizaba su pureza suministrando sus propios animales a un
precio más caro.
Aparte
de esto, todo israelita tenía que pagar al templo un impuesto de medio siclo de
plata (Neh 10,33-35; Mt 17,23.24)
en moneda nacional, no extranjera (considerada impura), para lo cual se
montaron mesas de cambistas. Con el correr del tiempo, el templo se enriqueció:
tenía campos, rebaños, carnicerías, curtiembres y talleres de hilados y
confecciones de lana, con cientos de trabajadores. Llegó a ser una poderosa
empresa administrada por los sacerdotes, que amasaron grandes fortunas con
aquel negocio sucio.
Nadie
criticaba esa corrupción: ni los nacionalistas celotes que veían el templo como
el símbolo de la nación; ni los fariseos que exigían el cumplimiento de las
leyes, ni los intelectuales escribas que las interpretaban, ni los ricos
saduceos que se habían apoderado de la función sacerdotal.
Jesús
no se deja impresionar por la riqueza y poder de aquella institución. Su
conciencia crítica lo lleva a desenmascarar aquella perversión. Su gesto no es
un simple arrebato de ira, sino que expresa la actitud valiente de los grandes
profetas (Amós, Miqueas, Isaías, Jeremías) que habían denunciado la injusticia
y dado su vida por la defensa de la verdadera religión. Expulsando a los
mercaderes, Jesús reprueba aquella corrupción abominable que consiste en usar la
religión para obtener ganancias y oprimir a la gente. El templo, el mundo de lo
religioso, no puede dividir a la gente, generando privilegios y poderes
indefendibles.
El
gesto de Jesús va acompañado de un anuncio: Destruyan el templo y en tres
días lo construiré. Los judíos, tomando la frase al pie de la letra y aplicándola
al templo de piedra, la usarán como la acusación formal para conseguir la
sentencia de muerte contra Jesús. Los discípulos, por su parte, sólo la entenderán
en la mañana de Pascua. Se acordaron de lo que había dicho, y creyeron..., es decir, que el edificio
del templo podía caer (como de hecho ocurrió con la destrucción de Jerusalén por
las tropas de Tito el año 70), pero que el cuerpo de Jesús, destruido en la
cruz por el pecado del mundo, sería resucitado y levantado a lo alto por Dios,
como el templo nuevo de su presencia continua en su pueblo, el santuario de la adoración
en espíritu y en verdad (de lo que habló Jesús a la Samaritana – cf. Jn 4,23), la perfecta “casa del Padre”.
Así
mismo, el templo de Dios somos nosotros también. ¿No saben –dice san Pablo-
que son templos de Dios y que el Espíritu de Dios habita en ustedes? Si alguno
destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él, porque el templo de Dios es
santo y ese templo son ustedes (1 Cor 3,16). El mismo Pablo considera la
vida cristiana como una construcción, cuya piedra fundamental es Cristo, que
crece hasta formar un templo consagrado al Señor, del que formamos parte por
medio del Espíritu (Cf. Ef 2,19-22)
para ser morada de Dios.
El
pecado y el mal de este mundo destruyen el templo santo que es la persona
humana. Con nuestros desórdenes personales, llenamos el templo que somos
nosotros con otros dioses, objetos de nuestro interés, que son indignos del lugar
santo; convertimos nuestro templo en un lugar de comercio. El Señor viene y
limpia, recupera y rehace.
San
Pedro en su primera carta da un contenido comunitario a la imagen del templo y
dice: ustedes como piedras vivas, van
construyendo un templo espiritual dedicado a un sacerdocio santo, para ofrecer,
por medio de Jesucristo, sacrificios espirituales agradables a Dios (1 Pe
2,4-5). La comunidad eclesial es “el nuevo templo”. En él, la ofrenda de
nuestras vidas entregadas a la causa de Jesús y su Reino es el sacrificio
espiritual agradable a Dios.
En
este templo, además, todos somos necesarios, como son necesarias todas las
piedras del edificio. Formamos una unidad por encima de raza, lengua, o nación.
No hay poderes sino servicios diversos, carismas y dones que Dios distribuye para
que actúen en comunión y se pongan a disposición de los
demás, a fin de constituir un cuerpo en el que no haya ninguna división.
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