P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, Jesús habló a la gente y a sus discípulos, diciendo: "En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos: hagan y cumplan lo que les digan; pero no hagan lo que ellos hacen, porque ellos no hacen lo que dicen. Ellos lían fardos pesados e insoportables, y se los cargan a la gente en los hombros, pero ellos no están dispuestos a mover un dedo para empujar. Todo lo que hacen es para que los vea la gente: alargan las filacterias y ensanchan las franjas del manto; les gustan los primeros puestos en los banquetes y los asientos de honor en las sinagogas; que les hagan reverencias por la calle y que la gente los llame maestros. Ustedes, en cambio, no se dejen llamar maestro, porque uno solo es su maestro, y todos ustedes son hermanos. Y no llamen padre a nadie en la tierra, porque uno solo es su Padre, el del cielo. No se dejen llamar consejeros, porque uno solo es su consejero, Cristo. El primero entre ustedes será su servidor. El que se enaltece será humillado, y el que se humille será ensalzado”.
El
fariseísmo es una tentación en cualquier religión: practicar las buenas obras,
asistir a los oficios religiosos, orar, cumplir con las tradiciones piadosas,
todo puede dar pie a la búsqueda de aprecio y alabanza, o a la fatuidad de una
santidad o justicia que no va acompañada de la rectitud interior y del
testimonio de una vida verdaderamente honesta. Por eso, fariseísmo es sinónimo
e hipocresía.
En la cátedra de Moisés se han
sentado los maestros de la ley y los fariseos. Ustedes hagan lo que ellos digan
pero no imiten su ejemplo porque no hacen lo que dicen. Jesús
no ataca a la autoridad magisterial que, desde Moisés hasta los escribas y rabinos
(muchos de los cuales eran de la secta de los fariseos) se ejercía en la
“cátedra” de las sinagogas. Lo que Él censura es la incoherencia, el decir y no
hacer, el predicar una doctrina buena y llevar una conducta que deja mucho que desear.
Palabras, sermones, cartas, pronunciamientos son necesarios y atacarlos en bloque
sería una necedad. Lo censurable es la incoherencia entre lo que se predica y lo
que se vive. No basta predicar, es necesario practicar; entonces la enseñanza se
hace creíble. Cuando las obras no corresponden a las palabras, se da un
antitestimonio que, en vez de hacer el bien, escandaliza, confunde y desanima.
Fariseísmo
es también equiparar la fe a una teoría que se aprende y se transmite, pero que
no cambia a la propia persona. Se pude saber mucho de religión y no practicarla.
Además, el evangelio no es algo que se dice para que otros lo cumplan, sino para,
en primer lugar, aplicárselo y luego transmitirlo. Sólo así su enseñanza es
eficaz.
Fariseísmo
es sinónimo también de legalismo. Ocurre cuando se propone el evangelio como un
conjunto de deberes y no como lo que es: buena noticia, don del amor de Dios
que capacita para amar a los demás como Él nos ama. Contra este fariseísmo
actúa el Espíritu que hace ver las leyes y normas morales y religiosas no como
un fin, sino como medios para realizar lo que Él nos inspira.
Sin
el Espíritu que da vida, la ley mata, se convierte en hipocresía, pervierte la
fe, tranquiliza la conciencia y da la falsa seguridad de sentirse salvado. La
ley de Cristo es el corazón nuevo que Dios crea en nosotros: el amor que hace cumplir
voluntad de Dios. Esta ley está inscrita en nuestros corazones por el Espíritu
santo que se nos ha dado. Guiado por ella, el cristiano distingue en su interior
las variadas formas de egoísmo con que puede engañarse y discierne la voluntad de Dios, lo bueno, lo que le agradable, lo
perfecto (Rom 12, 2).
Fariseísmo es buscar la seguridad de las normas y
de lo que está mandado. Se puede, sí, aparecer como fervoroso, observante y “seguro”,
pero se corre el riesgo de envanecerse con la propia fidelidad hasta despreciar
a los demás, actuar por el deber y no con la gratuidad del amor y, lo que es
peor, creerse autor de su propia santidad y merecedor de la salvación.
Desde el inicio de su predicación, en el sermón del
monte (Mt 6, 1-18), Jesús reprobó
la ostentación farisaica. Lo hizo al enseñar el verdadero sentido de la
oración, el ayuno y la limosna –tres pilares de la religión- que pueden
convertirse en exhibicionismo espiritual para ganar fama entre la gente. Es lo que
hacen los fariseos que alargan sus filacterias y distintivos religiosos y les
gustan los primeros puestos en los banquetes y asambleas.
Jesús ha venido a revelarnos
que Dios es Padre y todos nosotros somos hijos y hermanos. Él nos hace ver que bueno
es lo que ayuda a vivir como hijos de Dios y hermanos entre nosotros, y malo es
lo que lo impide. Por eso aconseja no llamar a nadie maestro, padre o jefe. Pero
no se trata de quedarnos en la literalidad de su enseñanza. De hecho Pablo se
llama padre (1 Cor 4,15) y doctor y maestro de los gentiles (1 Tim 2, 2 Tim 1).
Pero es ridículo en la comunidad ufanarse de los
títulos y confundir respeto a la autoridad con el uso de tratamientos que, por
lo demás, ya nadie entiende. Lo importante es
humildad y no orgullo, modestia y no vanidad, sencillez y no ostentación,
servicio y no dominio o afán de poder.
Hoy la “cultura mediática” exige quizá más que
antes el cuidado de la imagen y siempre habrá que tener cuidado para que “la
mujer del César sea no sólo honesta sino que lo parezca”. Pero mucho mayor
cuidado habrá que tener con las relaciones basadas en convencionalismos y con las
apariencias que enmascaran malas conductas. El evangelio
exige no dejarnos contaminar por este ambiente de la apariencia y mentira.
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