P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, cuando Jesús terminó de hablar, los judíos cogieron piedras para apedrearlo. Jesús les dijo: "He realizado ante ustedes muchas obras buenas de parte del Padre, ¿por cuál de ellas me quieren apedrear?".
Le contestaron los judíos: "No te queremos apedrear por ninguna obra buena, sino por blasfemo, porque tú, no siendo más que un hombre, pretendes ser Dios".
Jesús les replicó: "¿No está escrito en su ley: Yo les he dicho: Ustedes son dioses? Ahora bien, si ahí se llama dioses a quienes fue dirigida la palabra de Dios (y la Escritura no puede equivocarse), ¿cómo es que a mí, a quien el Padre consagró y envió al mundo, me llaman blasfemo porque he dicho: ‘Soy Hijo de Dios’? Si no hago las obras de mi Padre, no me crean. Pero si las hago, aunque no me crean a mí, crean a las obras, para que puedan comprender que el Padre está en mí y yo en el Padre".
Trataron entonces de apoderarse de él, pero se les escapó de las manos.
Luego regresó Jesús al otro lado del Jordán, al lugar donde Juan había bautizado en un principio y se quedó allí. Muchos acudieron a él y decían: "Juan no hizo ningún signo; pero todo lo que Juan decía de éste, era verdad". Y muchos creyeron en él allí.
Último enfrentamiento de Jesús con los judíos. Ya antes lo han
querido apedrear (Jn 8,59). Les
resulta una ofensa a Dios decir que sus palabras son las del Altísimo y que sus
obras corresponden a las de su Enviado. Jesús, por su parte, ha dicho de ellos que tienen por padre al diablo, mentiroso y
homicida, y que por eso se muestran agresivos con Él y lo quieren matar. Pero
para ellos la cosa está clara: si lo dejan hablar, van a quedar desacreditados,
ellos, que son precisamente los representantes oficiales de Dios.
Jesús se defiende. No puede presentar testimonio humano alguno que
valga para acreditar su misión de Mesías, pero sí puede apelar a las obras.
Ellas hablan por sí solas: el resultado de los signos que realiza en favor de
los enfermos y de los pobres, sólo Dios puede lograrlo. Con sus curaciones de
enfermos y sus acciones en favor de la vida, Jesús rehace la creación rota por
el pecado de los hombres, salva al mundo de la muerte, libera, da vida aun a quienes
quieren lapidarlo.
Jesús califica sus obras de excelentes.
Así son las obras de Dios. El Génesis lo dice al acabar la obra de la
creación: vio Dios todo lo que había
hecho, y todo era muy bueno (1,31). Las
obras del Hijo son igualmente excelentes. Nicodemo, personaje importante,
miembro del grupo de los fariseos, lo había reconocido: Maestro, sabemos que Dios te ha enviado para enseñarnos; nadie, en
efecto, puede realizar los signos que tú haces si Dios no está con él (Jn
3,2).
Y porque lo sabían muy bien, los que tenían enfermos de diversas
enfermedades se los llevaban y toda la gente quería tocarlo, porque de Él salía
una fuerza que los sanaba a todos (Lc
6,19). Manifestaba especial compasión ante
las multitudes hambrientas y abandonadas (Mc
6,34; 8,2s; Mt 9,36; 14,14; 15,32), hizo ver a los ciegos, oír a los
sordos, andar a los inválidos, hizo presente el amor perdonador de su Padre
para los pecadores y los perdidos. Su fama de compasivo se extendió por todas
partes y los afligidos no dudaban en invocarlo como a Dios mismo: ¡Kyrie eleison! ¡Señor, ten piedad! (Mt
15,22; 17,15; 20,30s). Con todas estas acciones Jesús continúa la obra de su
Padre: Mi Padre trabaja y yo también
trabajo (Jn 5,17).
No obstante, los judíos replican: No es por ninguna obra buena por lo que queremos apedrearte, sino por
haber blasfemado. Pues tú, siendo hombre te haces Dios. Querían otra
manifestación de Dios porque creían en otro Dios. Mantenían la idea de un dios distante
e inaccesible, al que se podía complacer con ofrendas, sacrificios, tradiciones
y normas y en quién podían basar su autoridad de jefes y maestros, con todas
las ganancias que ello les reportaba.
En Jesús, en cambio, en su humanidad, en su manera de ser hombre,
se revelaba un Dios diferente: Dios de misericordia y de gracia, Dios que sigue
dando vida por medio de su Hijo. Las obras de Jesús sólo pueden provenir de Él.
Jesús, por lo tanto, no blasfema; ese es su argumento. Y entran así en crisis
todas las formas e imágenes erradas con que se concebía a Dios en su relación
con los hombres.
Si se tiene en cuenta, finalmente, que el contexto en que Jesús
habla de sus obras es el de la fiesta de renovación del templo, no cabe duda de
que una vez más Jesús habla de sí mismo como el templo verdadero, para la adoración de Dios en espíritu y verdad (Jn 4,23), templo indestructible que en
tres días se levantará de nuevo (Jn 2, 19),
templo en el que resplandece la gloria del Padre y desciende a nosotros su
Espíritu para al perdón de los pecados (Jn
20, 23) y para guiarnos al conocimiento de la verdad completa (Jn 16, 13).
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