P. Carlos Cardó SJ
Muchos de los que escucharon esto decían: «Realmente este hombre es el Profeta».
Unos afirmaban: «Este es el Mesías.»
Pero otros decían: «¿Cómo va a venir el Mesías de Galilea? ¿No dice la Escritura que el Mesías es un descendiente de David y que saldrá de Belén, la ciudad de David?». La gente, pues, estaba dividida a causa de Jesús.
Algunos querían llevarlo preso, pero nadie le puso las manos encima. Cuando los guardias del Templo volvieron a donde los sacerdotes y los fariseos, les preguntaron: «¿Por qué no lo han traído?».
Los guardias contestaron: «Nunca hombre alguno ha hablado como éste».
Los fariseos les dijeron: «¿También ustedes se han dejado engañar? ¿Hay algún jefe o algún fariseo que haya creído en él? Pero esa gente que no conoce la Ley, ¡son unos malditos!».
Les respondió Nicodemo, el que había ido antes a ver a Jesús y que era uno de ellos. Dijo: «¿Acaso nuestra ley permite condenar a un hombre sin escucharle antes y sin averiguar lo que ha hecho?».
Le contestaron: «¿También tú eres de Galilea? Estudia las Escrituras y verás que de Galilea no salen profetas». Y se fue cada uno a su casa.
Durante la Fiesta de Sucot o de las Cabañas, Jesús tiene una larga
controversia con los judíos de Jerusalén sobre su origen e identidad. No podían
negar que Jesús les hablaba con una autoridad y sabiduría muy superior a la de
sus maestros y doctores del templo; pero, al mismo tiempo, les decepcionaba su
realidad tan humana y su origen tan humilde.
Por esto, muchos al oírlo, pensaron que era un farsante porque
sabían que era galileo y el Mesías tenía que ser de la familia de David y
nacido en Belén de Judea. Otros se quedaron a medio camino y creyeron ver en Él
al Profeta que, según el libro del Deuteronomio (capítulo 18) vendría como otro
Moisés para hablarles de Dios mejor que nadie. Y otros, en fin, se adhirieron a
Jesús, reconociéndolo como el Cristo que debía venir para dar cumplimiento a
las promesas de Dios y establecer su Reino.
¿Un Mesías de Galilea? Desde el comienzo de su evangelio Juan pone
esta cuestión como la mayor dificultad que tuvieron los judíos para aceptar a
Jesús. Uno de sus primeros discípulos, Natanael, se extrañó cuando su amigo
Felipe le dijo que habían reconocido en Jesús de Nazaret a aquel de quien
hablaron Moisés y los profetas, y exclamó: ¿De
Nazaret puede salir algo bueno? (Jn 1,46).
Según la concepción de la época, el Mesías tenía que aparecer en
majestad, vinculado a lo más glorioso de la historia de la nación: la monarquía
davídica. Por esto, en torno a esta cuestión se produjeron los mayores enfrentamientos
entre los judíos –sobre todo del partido de los fariseos– con los primeros
cristianos. La pretensión de éstos de proponer a Jesús como el Salvador del
mundo les parecía insensata: ¿cómo podía haber sido el Mesías un hombre de orígenes
tan humildes?
En el fondo lo que escandalizaba era la humanidad del Hijo de
Dios. No aceptaron un salvador de nuestra propia carne. No aceptaron que
precisamente por ser de nuestra carne, es salvación de toda carne. Al negarse a
ver en el hombre concreto, Jesús de Nazaret, la encarnación de Dios, les fue
imposible ver la salvación a través de lo humano.
Hoy también, al negarse a ver en la humanidad de Jesús el camino
hacia su realización perfecta como personas, muchos niegan validez a los
valores que su forma de ser hombre les exige. Prefieren una fe vacía, un
cristianismo ideologizado, desencarnado, falsamente espiritual, que no toca
realmente la vida concreta de los humanos y la transforma.
Pero Dios ha querido revelarse en nuestra realidad y elevarla. Es
en lo humano donde podemos tener acceso a Él. De otro modo, Jesucristo deja de
ser mediador entre Dios y los hombres y Dios sigue siendo el gran desconocido,
a quien nadie ha visto jamás, y cuyo mensaje no afecta para nada la vida de la
gente y la situación del mundo.
Desde su infancia, la vida de Jesús, y sobre todo su muerte en
cruz, es signo de contradicción (Lc 2, 34),
piedra de escándalo con la que chocan las diversas maneras de entender a Dios y
de relacionarse el hombre con Dios. Jesús no se impone; no tienen sentido la fe
y el amor impuestos. Pero su palabra y el ejemplo de su vida mueven a una
definición: o se está con él o se está contra Él.
Él es la Palabra en la que Dios se nos dice. A cuantos la recibieron… les dio la capacidad de ser hijos de Dios (Jn
1, 12), es decir, de convertirse en lo que la Palabra es y participar de la
vida divina como hijos en el Hijo. Esta Palabra habla en el corazón de todo ser
humano, atrayéndolo al amor y a la justicia, todos pueden escucharla y
responder a ella.
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