P. Carlos Cardó
Los judíos se pusieron a discutir: "¿Cómo puede éste darnos de comer su carne?".
Les contestó Jesús: "Les aseguro que si no comen la carne ni beben la sangre de este Hombre, no tendrán vida en ustedes. Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré el último día. Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. Quien come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. Como el Padre que me envió vive y yo vivo por Él, así quien me come vivirá por mí".
Los judíos no entienden. Llamarse Jesús “pan del cielo” les parece
una blasfemia: se hace Dios. Decir que quien lo come tiene vida eterna les
resulta inadmisible porque se pone así por encima de la Ley de Moisés, del
templo, del sábado, es decir de aquello que, según la fe judía, les obtiene la
salvación. Además, eso de comer les
resulta demasiado chocante y lo de beber sangre va directamente en contra de lo
establecido en el libro del Levítico (Lev
17, 10-12).
Pero
Jesús no da marcha atrás, antes bien refuerza su afirmación: Yo les aseguro que si no comen la carne del
Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán vida en ustedes. Expresiones
duras, crudas, incluso chocantes, por medio de las cuales Jesús afirma que la
fe verdadera consiste en alimentarse de su persona, nutrirse de sus
actitudes y de su modo de vivir. Eso es lo que da al hombre la vida plena, que
consiste en la participación de la misma vida-amor de Dios.
El
que come mi carne y bebe mi sangre vive en mí y yo en él. Lo
propio del amor entre las personas es que las hace vivir en comunión. Es un
recíproco permanecer en el otro, como vivir el uno en el otro, comprobando que uno
ya no se entiende a sí mismo sino en su relación con la persona a la que ama.
Ya no dos sino uno solo, como en el amor conyugal. Ya no vivo yo, es Cristo que vive en mí, dirá San Pablo (Gal 2,20).
La
terminología eucarística de este discurso de Jesús es clara. La comunidad que
escribió el evangelio y los primeros cristianos tenían por cierto que lo que
Jesús les mandó realizar en la Última Cena antes de padecer fue el memorial de su
muerte y resurrección, en el que comían la carne y bebían la sangre del Hijo de
Dios, hecho presente de manera real, activa y eficaz. Proclamaban su muerte y
resurrección, y el anhelo más profundo que orientaba sus vidas: Marana-tha! Ven, Señor Jesús.
San
Juan en su evangelio, no trae el pasaje de la institución de la Eucaristía como
lo hacen los otros evangelistas y Pablo; pero trae a cambio este discurso sobre
el pan de vida y el pasaje del lavatorio de los pies de los discípulos, en los que
está explicado el significado de la eucaristía en toda su profundidad. Por eso, no cabe duda que Jesús dio a este
discurso, pronunciado después de la multiplicación de los panes, un sentido
eucarístico total. Y es que la fe desemboca necesariamente en la
eucaristía.
Los
cristianos aceptamos por la fe que en la eucaristía Jesucristo se nos da,
haciéndose eficazmente presente y actuante de modo salvador. En ella está el
Señor con todo lo que Él es y todo lo que Él hace por nosotros: su encarnación,
su muerte y su resurrección. Las palabras del Señor en su discurso sobre el Pan
de Vida y en su Última Cena nos llevan, pues, a apreciar el don del amor del
Hijo de Dios, que por nosotros se hizo hombre,
se inmoló en la cruz y resucitó para que también nosotros resucitemos con Él.
Es importante redescubrir la conciencia que tenían los primeros
cristianos de la unión tan peculiar que se establece con Cristo y en Cristo.
Comulgamos con Cristo, con todo lo
que Él es, su persona y su misión; y comulgamos en Cristo con todos los que Él ama, miembros de su cuerpo, a los
que entrega su vida. Por eso, quien comulga con Jesús vive la inquietud por
crear comunión, deseo supremo suyo.
El hacer comunidad se convierte en la piedra de toque de nuestra
comunión con Cristo, con todas sus consecuencias prácticas en todos los órdenes
de la vida humana, personal y social. Sacramento de unidad, la Eucaristía
incita a las comunidades a superar las divisiones. Por eso pedimos: “Reúne en torno a Ti, Padre misericordioso, a
todos tus hijos dispersos por el mundo”. Nos acercamos a comulgar y
pronunciamos nuestro Amén a lo que significa el sacramento del Cuerpo de Cristo,
que el sacerdote nos muestra y nos entrega. Dicho “amén” proclama nuestra
disposición para ser transformados en lo que recibimos.
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