P. Carlos Cardó SJ
Jesús bajó a Cafarnaún, pueblo de Galilea. Enseñaba a la gente en las reuniones de los sábados, y su enseñanza hacía gran impacto sobre la gente, porque hablaba con autoridad.
Se hallaba en la sinagoga un hombre endemoniado, y empezó a gritar: «¿Qué quieres de nosotros, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a destruirnos? Yo sé quién eres: Tú eres el Santo de Dios».
Jesús amenazó al demonio, ordenándole: «Cállate y sal de ese hombre».
El demonio lo arrojó al suelo, pero luego salió de él sin hacerle daño alguno. La gente quedó aterrada y se decían unos a otros: «¿Qué significa esto? ¿Con qué autoridad y poder manda a los demonios? ¡Y miren cómo se van!».
Con esto, la fama de Jesús se propagaba por todos los alrededores.
El combate iniciado en las
tentaciones en el desierto se prolonga en la vida de Jesús. Investido del poder
de Dios, enfrenta y vence al mal en todas sus formas. Para eso ha sido enviado
y para eso ha recibido la unción del Espíritu (Lc 4, 18; Is 61, 1). La creación destruida, la humanidad dividida,
el ser humano oprimido, representan en la Biblia el dominio de Satanás, cuyo
nombre significa en hebreo “adversario, enemigo, acusador” y en el evangelio de
Juan aparece como el “mentiroso”.
Derrocado Satán, queda establecido
definitivamente el dominio y reinado de Dios. Una nueva era de paz y libertad
para todos se abre con Jesús. Éste es el sentido del episodio de la liberación
del endemoniado de la sinagoga de Cafarnaúm, cuadro vivo del poder de la palabra
de Jesús sobre las fuerzas del mal que perjudican la vida humana.
Jesús acudía a la sinagoga los sábados para orar con el pueblo y enseñar. La
sinagoga tenía una importancia capital en la vida de los judíos. Desde la
destrucción del templo por los babilonios durante el segundo asedio de
Nabucodonosor a Jerusalén en 587 a.C., la sinagoga se convirtió en el lugar de
la asamblea de oración; en ella los rabinos leían y comentaban la biblia y el
pueblo afirmaba su unidad.
Esa tradición se ha mantenido a lo
largo de los siglos. La presencia habitual de Jesús en la sinagoga demuestra
que vivió intensamente la vida de su pueblo. Se
mantuvo alejado de los ambientes que frecuentaban los dirigentes políticos y religiosos: la corte de Herodes, el
templo de Jerusalén, el Consejo de los ancianos (Sanedrín) y, obviamente, el entorno
del procurador romano. No era escriba ni rabino. Se le
vio como profeta, cuando ya no había profetas, pero Él se decía superior a un
profeta (Mt 12,41).
Sin embargo en la sinagoga solía
leer y explicar la Escritura y lo hacía de una manera muy particular: hablaba
en primera persona (“En verdad, en verdad, yo
les digo…”) y acompañaba sus discursos con acciones carismáticas (exorcismos,
curaciones, perdón de los pecados). Estaban asombrados de su enseñanza (v.
32), de la autoridad de su palabra, de su gran fuerza de persuasión y prestigio,
que provenían de “la fuerza del Espíritu” (cf. Lc 4,14), con el que ha sido “ungido”
(Lc 4,18).
En ese contexto, Marcos y Lucas
sitúan el encuentro que tuvo Jesús con un hombre que tenía el espíritu de un demonio
inmundo (es la traducción
literal del v. 33). El pasaje, además, es una continuación del anterior, del
discurso programático de Jesús en la sinagoga de Nazaret, en el que describió
la obra que el Espíritu le enviaba a realizar.
Aquí se describe vívidamente el
enfrentamiento entre el Espíritu de Dios –que hace de Jesús el liberador y
defensor de la vida humana– y el espíritu del mal, que produce el envilecimiento
moral de sus víctimas y generalmente se manifiesta como una enfermedad física o
psíquica con síntomas violentos como por ejemplo mudez (Lc 11,14), escoliosis (Lc
13,11), epilepsia (Lc 9,39),
delirio patológico (Lc 8,29).
Este último síntoma es el que parece
manifestar el endemoniado de la sinagoga, que se puso a gritar a grandes voces
como un energúmeno o un fanático alterado.
Se siente amenazado ante la presencia de alguien superior contra el que no
va a poder y le grita con evidente
hostilidad: ¿Qué tienes que ver con nosotros? Reconoce, pues, que no hay ni
puede haber ningún interés común con Jesús, ni el más mínimo punto de contacto
con su autoridad y con su poder, y por eso su desesperación: ¿Has venido
a destruirnos?
La liberación de espíritus
inmundos (cf. Lc 10,19), era una de
las grandes expectativas del pueblo judío para el tiempo de la llegada del
Mesías. Y eso es lo que se realiza con la llegada de Jesús. El pobre hombre del
relato sabe que el espíritu que lo agita no tiene ya nada que hacer frente al
Espíritu del que Jesús es portador, que sana los corazones y libera a los
oprimidos (Lc 4,18), ni frente a su
santidad, que revela su íntima vinculación con Dios, el Santo (Lc 3,22).
Jesús lo intimó: ¡Cállate! ¡Sal
de ese hombre! Su mandato conminatorio
manifiesta su autoridad y el poder de su palabra. El pobre desventurado quedó
libre de su mal y los testigos del acontecimiento se preguntaban: ¿Qué
tendrán las palabras de este hombre? No se asombran del hecho de la
curación en sí, aunque es asombroso, sino de su causa, la palabra de Jesús, en
la que intuyen el poder de Aquel que es el único capaz de ejercer señorío en
todos los campos en donde el mal actúa.
Ese mismo asombro lo puede
experimentar quien escucha el evangelio y experimenta los cambios liberadores
que la palabra del Señor puede realizar en su persona y en su entorno social.
Liberado por el anuncio de la buena noticia, puede él también proclamar: Hoy se ha cumplido entre ustedes la Escritura
que acaban de oír (Lc 4, 19).
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