P. Carlos Cardó SJ
Jesús se dirigió poco después a un pueblo llamado Naím, y con él iban sus discípulos y un buen número de personas. Cuando llegó a la puerta del pueblo, sacaban a enterrar a un muerto: era el hijo único de su madre, que era viuda, y mucha gente del pueblo la acompañaba.
Al verla, el Señor se compadeció de ella y le dijo: «No llores».
Después se acercó y tocó el féretro. Los que lo llevaban se detuvieron. Dijo Jesús entonces: «Joven, yo te lo mando, levántate».
Se incorporó el muerto inmediatamente y se puso a hablar. Y Jesús se lo entregó a su madre.
Un santo temor se apoderó de todos y alababan a Dios, diciendo: «Es un gran profeta el que nos ha llegado. Dios ha visitado a su pueblo». Lo mismo se rumoreaba de él en todo el país judío y en sus alrededores.
Se puede decir que este relato de Lucas destaca más la
misericordia que el poder mismo de Jesús de hacer retornar a la vida a un
joven. Presenta a Jesús como el portador de la misericordia de Dios para su
pueblo, portador de vida y auxilio del afligido.
Nahím en hebreo significa vergel, jardín hermoso. Pero lo que ve
Jesús al entrar en ese pueblo no es un jardín de delicias sino de desdicha. Lo que
encuentra no es vida, sino muerte, un cortejo fúnebre.
En medio del sepelio se destaca la protagonista del relato, una
viuda. En la sociedad judía de entonces, la seguridad de la mujer era el varón;
sin él, quedaba indefensa y desvalida. La mujer del relato ya no tiene ni
siquiera al hijo que la sostenga. En la Biblia
la viuda junto con los niños y los extranjeros son los preferidos de Dios, que los
cuida y defiende (cf. Sal 68, 5; Dt 10, 18). Por eso, la religión agradable a Dios consiste
en hacer
el bien, buscar el derecho, proteger al oprimido, socorrer al huérfano y
defender a la viuda (Is 1, 17).
Conviene observar que es la primera vez que el evangelio de Lucas
designa a Jesús con el título griego de Kyrios, Señor, que encierra una
confesión de fe. Jesús, el Kyrios, es
quien restituye a los hijos a la vida. El título de Adonai, que los hebreos atribuían a Dios, destacaba la idea de
poder y dominio soberano, equivalía a señor en el sentido de amo, gobernante. En
el evangelio, en cambio, Jesús es Señor
porque es un Dios que se conmueve, un Dios, con corazón.
Conmovido, pues, por la situación de la mujer, Jesús la ve y le
dice: No llores más. Él sabe que es natural que llore, pues no hay
mayor dolor que el de una madre o un padre que deben enterrar al hijo. El dolor
y llanto que a todos causa una muerte así, abruman a esta mujer. Y Jesús lo ve
y lo siente en sus entrañas.
Siempre se mostró sensible ante el sufrimiento de los demás, como
cuando se conmovió ante la multitud hambrienta o llorará ante la tumba de su
amigo muerto o al prever la tragedia de Jerusalén. El llanto cubre como un velo
la desesperanza por lo irremediable. Entonces, el llanto pugna por expresar lo
que las palabras ya no pueden. De esa desesperanza, del llanto amargo y fatalista
Jesús nos libera. No quiere, como dice San Pablo, que los creyentes se aflijan como los que no tienen esperanza
(1 Tes 4, 13). La fe en Cristo infunde esperanza en la victoria suprema sobre
la muerte.
Dice a continuación el relato que Jesús se acercó y tocó el ataúd.
Dios en su Hijo se ha aproximado hasta el fondo de nuestra miseria, ha tocado
nuestro dolor y nuestro destino de muerte. Tocando el leño de la cruz vencerá
definitivamente a la muerte.
Muchacho, a ti te lo digo, levántate,
le ordena Jesús. Le dirige la palabra creadora que de la muerte suscita vida. En
ella está todo su poder salvador, que nos lleva a decir: Yo espero en el Señor con toda mi alma y confío en su palabra (Sal
130,5).
Señala el texto que el joven revivido, simplemente se incorporó –pálido reflejo del Cristo que sale
victorioso de la tumba– y se puso a hablar. El hablar, el
poder de comunicarse, es una característica del ser humano. Sólo la persona
humana tiene la capacidad de comunicarse mediante la palabra y por eso es
imagen y semejanza de Dios que, por ser amor, es esencialmente relación,
comunicación. El pecado rompe en el ser humano la imagen de Dios y encierra al
sujeto en sí mismo.
El joven del relato padecía la muerte, que en la Biblia es consecuencia
del pecado de la humanidad. La liberación que Cristo le aporta se simboliza en
el devolverle la capacidad de relacionarse mediante la palabra: se puso a hablar.
El asombro cunde entre la gente. Interpretan el signo no sólo como
un favor a la viuda y a su hijo, sino a todo el pueblo. Ven en Jesús la
presencia del poder de Dios que ha visitado a su pueblo. Y la noticia se
propagó, la buena noticia de que la muerte ha sido vencida.
Este evangelio nos toca en nuestras tristezas, miedos y
desesperanzas. Para todo el que llora, para todo el que muere, Jesús es el Kyrios Vencedor.
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