P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, se hallaba Jesús con sus discípulos en Galilea y les dijo: "El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres; lo van a matar, pero al tercer día va a resucitar".
Al oír esto, los discípulos se llenaron de tristeza.
Cuando llegaron a Cafarnaúm, se acercaron a Pedro los recaudadores del impuesto para el templo y le dijeron: "¿Acaso tu maestro no paga el impuesto?".
Él les respondió: "Sí lo paga".
Al entrar Pedro en la casa, Jesús se adelantó a preguntarle: "¿Qué te parece, Simón? ¿A quiénes les cobran impuestos los reyes de la tierra, a los hijos o a los extraños?".
Pedro le respondió: "A los extraños".
Entonces Jesús le dijo: "Por lo tanto, los hijos están exentos. Pero para no darles motivo de escándalo, ve al lago y echa el anzuelo, saca el primer pez que pique, ábrele la boca y encontrarás una moneda. Tómala y paga por mí y por ti".
Jesús dejará pronto su tierra de Galilea para dirigirse a
Jerusalén. En esas circunstancias, reúne a sus discípulos y, como había hecho
ya en Cesarea de Filipo (16, 21), vuelve a hablarles de lo que le ocurrirá en
la santa ciudad. El anuncio de la pasión es ahora breve y lacónico. Antes les
había dicho que era necesaria su muerte y su resurrección, ahora les dice que
se trata de algo inminente.
Marcos en su evangelio señala que los discípulos no entendieron
las palabras de Jesús. Mateo hace suponer que sí las entendieron, pero no podían
aceptar que acabara su vida así; por eso su profunda tristeza. Con brevísimos
trazos queda bosquejado el enigma de la pasión: Jesús va libremente a Jerusalén
donde va a ser entregado en manos de gente hostil, sus discípulos entristecidos lo abandonarán y tendrá
que recorrer solo su vía crucis hasta
el fin. Es verdad que al tercer día Dios resucitará al Hijo del hombre y le
dará todo poder en el cielo y en la tierra, pero esta parte del anuncio parece
caer en el vacío, deja impávidos a los discípulos. Tendrán que vivir la
experiencia de la pascua para poder entenderla.
En la segunda parte del texto, el Hijo del hombre, que ya en otras
ocasiones se ha declarado libre frente al sábado, el templo y las tradiciones
judías, se declara también libre frente a los impuestos y quiere hacer
partícipes a sus discípulos de su misma libertad. Pero, para no escandalizar,
quiere también que sean libres para poder pagar el impuesto del templo. Han de
ser tan libres que puedan renunciar a su propio derecho si su proceder puede ir
en contra del hermano, ofenderlo o dificultarle su fe. Es lo que Pablo enseña a
los corintios respecto a privarse de comer alimentos que estaban prohibidos
para los judíos (1 Cor 8,13).
La comunidad a la que Mateo destina su evangelio estaba formada por
cristianos provenientes del judaísmo, que por la formación recibida en la
sinagoga querían mantener una observancia rigurosa de la ley y de las
tradiciones religiosas de sus antepasados, llegando a olvidar (o temer) la
libertad que el evangelio aporta a los que siguen la nueva ley de Cristo.
La libertad cristiana no lleva a una observancia de la ley como
meros ascetas y estoicos; tampoco puede conducir a la transgresión como hacen
los libertinos. Es la libertad propia del amor al hermano, que, según San Pablo,
significa el cumplimiento de la ley porque ésta se reduce a amar al prójimo (Rom 13). Desde esta perspectiva, el
criterio de la libertad cristiana es buscar siempre lo que ayuda o favorece al
otro.
Se acercaron a Pedro los cobradores del impuesto del templo y le
preguntaron si su maestro lo pagaba. Pedro respondió resueltamente que sí pero
llevó la cuestión a Jesús. Se trataba sin duda del impuesto de medio siclo o
dos dracmas que todo judío debía pagar para los gastos del templo. Era un
impuesto gravoso y por eso muy impopular, sobre todo en Galilea porque eran
gente muy pobre; Jerusalén les quedaba muy lejos y, además, los celotas (que en
su mayoría eran galileos) los presionaban para no pagar.
La respuesta de Jesús se basa en el siguiente argumento: los reyes
no imponen tributos a los suyos (el texto original griego dice: a los hijos). Él es hijo del Señor del
templo, por tanto no está obligado a tal impuesto y hace partícipes de su
libertad a sus discípulos. En su respuesta queda afirmada su relación con Dios:
la paternidad divina está en el centro de su vida espiritual y fundamenta, al
mismo tiempo, la actitud crítica que mantuvo frente a la religiosidad judía
centrada en el templo. La expulsión de los cambistas del templo (Mt 21, 12) vendría en línea con este
modo de proceder de Jesús, pues estos comerciantes se encargaban precisamente de
vender los siclos, moneda extrajera con la que se pagaba el impuesto y que los
judíos tenían que comprar con moneda nacional. El centro del relato es, pues,
la declaración de la libertad de los hijos, que Jesús, con la conciencia que
tiene de ser Hijo, establece para sus discípulos, llamados a ser hijos en el
Hijo.
El final del texto incluye frases de fuerte contenido
sobrenatural: la “presciencia” con que Jesús conoce lo que le han preguntado a
Pedro y se adelanta a responderle antes de que se lo pida, y el anuncio que le
hace del milagro de la moneda en la boca del pez, de marcado carácter
legendario, que podía leerse en la literatura de otros pueblos. Los
comentaristas observan que si Mateo incluye estas frases es por fidelidad a las
tradiciones que ha recogido para elaborar su evangelio y porque, concretamente,
embellecen lo central del relato, la afirmación: Entonces, los hijos son libres.
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