P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, inmediatamente después de la multiplicación de los panes, Jesús hizo que sus discípulos subieran a la barca y se dirigieran a la otra orilla, mientras él despedía a la gente.
Después de despedirla, subió al monte a solas para orar. Llegada la noche, estaba él solo allí.
Entre tanto, la barca iba ya muy lejos de la costa y las olas la sacudían, porque el viento era contrario. A la madrugada, Jesús fue hacia ellos, caminando sobre el agua.
Los discípulos, al verlo andar sobre el agua, se espantaron y decían: "¡Es un fantasma!". Y daban gritos de terror.
Pero Jesús les dijo enseguida: "Tranquilícense y no teman. Soy yo".
Entonces le dijo Pedro: "Señor, si eres tú, mándame ir a ti caminando sobre el agua".
Jesús le contestó: "Ven".
Pedro bajó de la barca y comenzó a caminar sobre el agua hacia Jesús; pero al sentir la fuerza del viento, le entró miedo, comenzó a hundirse y gritó: "¡Sálvame, Señor!".
Inmediatamente Jesús le tendió la mano, lo sostuvo y le dijo: "Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?".
En cuanto subieron a la barca, el viento se calmó. Los que estaban en la barca se postraron ante Jesús, diciendo: "Verdaderamente tú eres el Hijo de Dios".
Después
de la multiplicación de los panes (Mt
14,13-22), Jesús despide a la gente y ordena a sus discípulos que
suban a una barca y crucen el lago, mientras Él se retira solo a un monte para
orar. Se retiraba a menudo a rezar. Era consciente de que vivía en plena
comunión con Dios, su Padre, pero sabía reservarse en medio de su actividad momentos
determinados para estar a solas con Él.
El
solo recuerdo de la importancia que daba Jesús a la oración en su vida personal
debería bastarnos para dedicar nosotros también un tiempo diario a la oración,
aunque andemos llenos de actividades y preocupaciones. La fe cristiana no es
una ideología, ni una simple moral, sino una experiencia de amistad y amor que Dios
ofrece y que debemos acoger y cultivar. Por medio de la oración, la fe irá dando
coherencia y sentido a lo que somos y hacemos, irá configurando nuestro ser con
el de Jesucristo.
Mientras Jesús ora, los discípulos reman trabajosamente en medio
del “mar”, es ya noche y están solos. Soplan el viento y la barca es zarandeada
por las olas todavía muy lejos del lugar a donde se dirigen. Se sienten
suspendidos sobre las aguas que se los pueden tragar. Jesús les había hablado en
una de sus parábolas del viento que
es capaz de derrumbar una casa que no está bien construida (Mt 7, 27). Asimismo, en la
Biblia, que ellos conocen, el mar
representa el peligro más temible, el lugar en el actúan las fuerzas caóticas
amenazadoras (Jn 1,4-16),
el abismo donde habitan los monstruos feroces (Dn 7,2ss).
De madrugada Jesús va a su encuentro andando sobre el agua.
Su silueta, apenas visible
por la bruma, les parece un fantasma. Atemorizados, se ponen a gritar. Pero Jesús
los tranquiliza: ¡Ánimo, soy yo, no
tengan miedo! La presencia de Jesús, sus palabras “YO SOY” y su
exhortación a la confianza, evocarían en ellos escenas bíblicas de revelación
de Dios (Ex 3,14; Dt 32,39; Is
43,10-12). Jesús aparecía ante ellos como su salvación.
Pedro, impetuoso como siempre, le pide llegar hasta Él caminando
sobre el agua. Jesús se lo concede, pero un golpe de viento lo hace tambalear,
comienza a hundirse y grita: Señor,
sálvame. Jesús le dice: Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?
Subieron juntos a la barca, el viento amainó y todos se postraron ante Jesús
confesando: Realmente eres Hijo de
Dios.
El
miedo paraliza y confunde. Es una experiencia que todos hemos tenido en mayor o
menor grado. Aquí tiene un contenido eclesial, porque la barca de Pedro con los
discípulos simboliza a la Iglesia. En ella nos puede sobrevenir el temor y la
duda de fe cuando no podemos compaginar esas dos imágenes bíblicas de la
Iglesia: la de la casa construida
sobre roca, que sugiere estabilidad y seguridad, y la de la barca,
que se mueve y navega no siempre por mares tranquilos sino encrespados,
golpeada por los vientos.
A
veces en la Iglesia las cosas no son como deberían ser, y podemos olvidar que es
la casa de Cristo, construida sobre roca, y la barca en la está siempre Jesús a
pesar de las tormentas.
El relato hace referencia también al camino de la fe, en general, que
no es un camino llano sino sembrado a veces de agitaciones, dudas y caídas. La
duda está en medio entre la incredulidad y la fe. Y de una u otra forma todos pasamos
por ella.
La experiencia de Pedro se reproduce igualmente en nuestro camino
de fe. Como él, hemos oído el llamamiento del Señor y lo hemos seguido. Como
él, confiando en la gracia del Señor hemos podido avanzar a pesar de obstáculos
y dificultades. Pero como Pedro también sentimos a veces la necesidad de
agarrarnos del Señor, o incluso la necesidad de implorar: ¡Señor, sálvame! Reconocemos
que sólo el Señor puede librarnos y esta experiencia abre en nuestro interior
el espacio para que su gracia actúe.
Jesús, que camina sobre las aguas, vencedor de todas las fuerzas
del mal, está con nosotros en su palabra y su pan. Pero lo podemos sentir como
ausente o interpretar su presencia como si fuera un fantasma, y no nos fiamos
de su palabra. Mantener el sentido de su presencia y confiar en Él es elevarse
por encima de toda adversidad y superarla.
¡Ánimo,
soy yo, no tengan miedo!, es el mensaje central de Jesús
en este evangelio. Cualesquiera que sean los problemas, miedos y fantasmas que
nos envuelvan hasta hacer tambalear nuestra fe, siempre nos llegan sus palabras
de aliento: ¡Ánimo, Yo soy, no tengan miedo! Entonces tenemos que agarrarnos
a Él. Y tenemos también que alargar la mano y ayudar a tantas personas que nos
necesitan.
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