P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Si tu hermano comete un pecado, ve y amonéstalo a solas. Si te escucha, habrás salvado a tu hermano. Si no te hace caso, hazte acompañar de una o dos personas, para que todo lo que se diga conste por boca de dos o tres testigos. Pero si ni así te hace caso, díselo a la comunidad; y si ni a la comunidad le hace caso, apártate de él como de un pagano o de un publicano.
Yo les aseguro que todo lo que aten en la tierra, quedará atado en el cielo, y todo lo que desaten en la tierra, quedará desatado en el cielo.
Yo les aseguro también que si dos de ustedes se ponen de acuerdo para pedir algo, sea lo que fuere, mi Padre celestial se lo concederá; pues donde dos o tres se reúnen en mi nombre, ahí estoy yo en medio de ellos".
Somos
conscientes de vivir en una época en la que se fomenta el individualismo. Una
tendencia extendida lleva a subrayar más los derechos (del individuo) que los
deberes (del ciudadano), y a resolver la tensión entre libertad y
responsabilidad, apostando simplemente por “mi” libertad.
Asimismo,
la afirmación absoluta del individuo hace olvidar muchas veces a los otros, de
tal modo que se llega a interpretar la tolerancia y el respeto al otro como no
meterse con nadie, o como indiferencia y desinterés por la vida del otro. Pero
ya los primeros diálogos de Dios con el hombre en la Escritura nos plantean la
pregunta: ¿Dónde está tu hermano Abel? – No sé; ¿Soy yo acaso el guardián de
mi hermano? Pero el
otro es un “hermano”, de tu sangre, de tu casa. Eres responsable de él.
Jesús
hace conscientes a sus discípulos de un hecho que será inevitable: dentro de su
comunidad habrá fricciones, ofensas, infidelidades y perjuicios. La Iglesia
es pueblo de Dios en marcha…, comunidad santa y pecadora, necesitada de
continua purificación. A pesar de
los pecados de sus miembros, el Espíritu del Señor está siempre en ella.
Y por eso no renuncia al Evangelio como norma de vida y no puede tolerar que
los errores y pecados se conviertan en normas habituales de conducta; eso sería
su muerte.
Además,
por el hecho de pertenecer a la familia humana, a todos nos atañe una
responsabilidad pública frente a las conductas que dañan a la comunidad. Era el
deber que sentía el profeta: Si tú
no hablas, poniendo en guardia al que ha hecho mal para que cambie de conducta,
a ti te pediré cuenta de su suerte (Ez
33, 8). Naturalmente no se trata de erigirnos en jueces de los
demás; en muchas otras ocasiones el mismo Jesús reprueba esta actitud. Se trata
de ganar a tu hermano, restablecerlo,
curar el cuerpo herido, y aspirar a un modelo social y eclesial de inclusión,
no de exclusión de los indeseados.
Por
eso, en el cristianismo, la corrección del hermano que ha pecado o cometido un error
es signo y expresión del amor. El otro es reconocido siempre como es, con sus
limitaciones; no es juzgado si se equivoca, se le absuelve si es culpable, se
le busca si anda por el mal camino y se le perdona si peca.
Sin
aceptación, no es posible la corrección. Siempre es imprescindible escuchar al
otro. Sólo así podrá aceptar lo que se le diga, y no lo sentirá como una
agresión. La corrección del hermano se hace sin violencia, no por venganza ni
por rencor. Porque amas a tu hermano como a ti mismo, lo corriges para no
cargarte de un pecado de omisión con respecto a él. Es un miembro enfermo, se
siente dolor por él, se busca curarlo porque es parte del mismo cuerpo. Buscar
al que está perdido es la expresión más alta de la misericordia.
Así,
desde el amor responsable se puede entender el procedimiento que el evangelio sugiere
para recuperar al hermano: - Primero se le habla en privado, con discreción y
respeto, no en público como pedía la ley judía (Lev 19). Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos. Si te hace
caso, has salvado a tu hermano. Segundo, si el diálogo no surte efecto, se busca la ayuda de
otro o de otros hermanos, para que
todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos. Y
si aun esta medida fracasa, se apela a la comunidad. La comunidad (ecclesia) es mediación y sacramento de
Dios, a quien finalmente corresponde el juicio. Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni
siquiera a la comunidad, considéralo como un pagano o un publicano.
Queda
claro entonces que Jesús nos invita no solamente a reconciliarnos con el
hermano, sino a procurar llevarlo a conversión. Y esto exige siempre rectitud
en el hablar para llamar mal a lo que está mal y bien a lo que está bien. La
verdad es un servicio de caridad. Corregir el mal proceder de mi prójimo no
significa excluirlo, no es tratarlo sin consideración ni dejar de comprenderlo.
Jesús vino justamente a llamar y salvar lo que estaba perdido.
El evangelio propone un modelo de comunidad en el que sus miembros
se sienten corresponsables unos de otros. Sólo cuando existen relaciones
personalizadas adquiere sentido la corrección fraterna. Sólo entonces es posible el acuerdo, que
consolida la unión fraterna. Entonces ocurrirá lo que dijo Jesús: Si dos de ustedes se ponen de acuerdo en la
tierra para pedir cualquier cosa, la obtendrán de mi Padre del cielo (Mt
18, 20).
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