P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, el hermano de éste, y los hizo subir a solas con él a un monte elevado.
Ahí se transfiguró en su presencia: su rostro se puso resplandeciente como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la nieve. De pronto aparecieron ante ellos Moisés y Elías, conversando con Jesús.
Entonces Pedro le dijo a Jesús: "Señor, ¡qué bueno sería quedarnos aquí! Si quieres, haremos aquí tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías".
Cuando aún estaba hablando, una nube luminosa los cubrió y de ella salió una voz que decía: "Éste es mi Hijo muy amado, en quien tengo puestas mis complacencias; escúchenlo".
Al oír esto, los discípulos cayeron rostro en tierra, llenos de un gran temor.
Jesús se acercó a ellos, los tocó y les dijo: "Levántense y no teman". Alzando entonces los ojos, ya no vieron a nadie más que a Jesús.
Mientras bajaban del monte, Jesús les ordenó: "No le cuenten a nadie lo que han visto, hasta que el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos".
Jesús va a Jerusalén, donde va a ser entregado. Por el camino, instruye
a los Doce sobre el significado de su pasión y de su resurrección. Pero ellos no
lo comprendieron y se quedaron desilusionados porque esperaban otro Mesías. Ahora
Jesús quiere fortalecerles su fe, para que sean capaces de superar el escándalo
de su cruz y seguirlo hasta el final.
Dice
el evangelio que Jesús tomó aparte a
Pedro, Santiago y Juan y los llevó a una montaña elevada. Son
los tres discípulos que “tomará aparte” en el huerto de los Olivos (Mt 26, 37), donde serán
testigos de aquella angustia mortal que le hará sudar gotas de sangre. Ahora a
ellos les concede tener una vivencia deslumbradora de la gloria divina en su
persona humana. Más tarde, a la luz de la resurrección, comprenderán que el
Jesús que dejaron clavado en una cruz, era el Hijo predilecto del Padre, cuya
persona resplandeció ante sus ojos un día inolvidable.
Mientras en el AT, las manifestaciones de Dios se realizaban a través
de elementos de la naturaleza, como el monte, la nube y la luz, ahora, en la
transfiguración, es la naturaleza humana de Jesús la que aparece manifestando el
resplandor de la gloria de Dios. No es Dios que desciende, sino el hombre que
asciende y participa de la gloria de Dios.
Los
discípulos, atónitos, ven que se les revela una dimensión oculta de Jesús que los deja sin
palabras. Su persona luminosa, fulgurante, les lleva a decir simplemente
que su rostro brillaba como el sol y
sus vestidos se volvieron blancos como
la luz. Cuando uno se
pone ante el misterio de Dios, y éste se le revela en el fondo del alma,
uno simplemente enmudece, adora en silencio.
Se les aparecieron también Moisés y Elías. Esto
quiere decir que Jesús realiza la esperanza de los profetas, representada en
Elías, el mayor de ellos, y lleva a plenitud la ley dada a Moisés, por medio de
la nueva alianza que Dios establece con la entrega de su Hijo. Refiriéndose a
este Jesús, Dios y hombre verdadero, San Pablo dirá: En él habita la plenitud de la divinidad corporalmente y de ella
participamos (Col 2,9).
Pedro
siente la tentación de quedarse en el monte y no seguir adelante en el camino,
que sabe bien ha de terminar en la pasión de su Señor. Quiere permanecer en la
visión y en el gozo, por eso su propuesta: Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Si quieres
hago tres tiendas… Es la misma tentación del cristiano que quiere
quedarse sólo en los aspectos más gozosos y fáciles, por así decir, de la vida
cristiana y no asume el seguimiento radical del Señor que le puede llevar a
donde no quiere ir.
Vino entonces una nube luminosa que los cubrió, y una voz desde la
nube decía: Este es mi Hijo amado, en quien me complazco, escúchenlo. Es
la voz que había resonado ya en el Bautismo de Jesús en el Jordán, cuando se abrieron
los cielos y bajó sobre Él el Espíritu. Esa misma voz en el cielo responde a la
pregunta: ¿Quién es Jesús? Confirma la confesión de Pedro: Tú eres el Cristo, Hijo de Dios, y confirma el camino de Jesús como
Mesías Siervo que entrega su vida por amor a sus hermanos, cumpliendo la
voluntad de su Padre. Jesús Siervo es el amado del Padre. La gloria divina
resplandece en Él y resplandecerá sobre todo cuando sea levantado en la cruz.
¿Qué nos dice a nosotros hoy este pasaje tan lleno de símbolos? Los
discípulos suben al monte con
Jesús. En el monte Moisés trataba con Dios. En el monte de las bienaventuranzas,
Jesús proclamó lo más central de su mensaje. En un monte realiza su transfiguración.
Y en el monte del Calvario será elevado en una cruz para la salvación del
mundo. Para el cristiano, subir al
monte es subir a una mayor intimidad con Cristo, a una mayor generosidad
en su compromiso cristiano, a una vida más coherente y fiel.
La
luz, otro símbolo importante del relato, refulge en el rostro de Cristo y brillará
también en los elegidos. Dice San Pablo que el cristiano contempla la gloria de
Cristo y se va transformando de gloria en gloria (2 Cor 3,7-16), es decir, su vida cambia. La luz de la
transfiguración fortalece el ánimo de los discípulos, que había quedado ensombrecido
con los anuncios de la pasión. Esa misma luz brilla para nosotros hoy y disipa
nuestros temores y dudas, haciéndonos ver las dificultades y las pruebas con
esperanza. En ti, Señor, está la fuente
de la vida y en tu luz podemos ver la luz (Sal 36).
Todos
de una u otra manera hemos tenido momentos de “percepción” de la presencia viva
de Dios en nuestra vida, que han iluminado lo que podemos llegar a ser, son
nuestras experiencias de Tabor, de transfiguración y actúan como referentes orientadores
cuando viene la dificultad de la fe. “¡Cómo
te contemplaba en tu santuario, viendo tu poder y tu gloria!” (Sal 63,3). “Recuerdo… cómo entraba en el recinto
santo y me postraba hacia el santuario, entre cantos de júbilo y alabanza” (Sal
42,5).
El misterio de la transfiguración nos hace ver, en fin, que nunca
el cielo está totalmente cubierto. La nube que cubre a los discípulos se abre
con la voz que dice: Este es mi Hijo amado. Escúchenlo. Necesitamos oír su voz. Por eso venimos
a la Eucaristía. Jesús se hace presente entre nosotros y nos dice: ¡Levántense, no tengan miedo!
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