P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, le presentaron unos niños a Jesús para que les impusiera las manos y orase por ellos.
Los discípulos regañaron a la gente; pero Jesús les dijo: "Dejen a los niños y no les impidan que se acerquen a mí, porque de los que son como ellos es el Reino de los cielos".
Después les impuso las manos y continuó su camino.
En este breve texto se describe una actitud que debió de ser
habitual en Jesús: acogía con ternura a los niños, los bendecía, los ponía de
ejemplo y les prometía el reino de los cielos. Era, además, un actitud profética,
crítica, porque los niños no eran muy tenidos en cuenta en la sociedad semita
de ese tiempo. Carentes de toda grandeza, no contaban, no tenían derechos
propios, eran –al igual que la mujer– propiedad del varón y eran símbolo de
debilidad e insignificancia. Sin embargo, no era raro que los judíos llevaran a
los niños ante los rabinos para que los bendijeran imponiéndoles las manos
sobre la cabeza; y eso mismo hacían con Jesús probablemente de manera habitual.
Pero Él no se quedó en el simple trato cariñoso y tierno, sino que
hizo pasar a los niños del último lugar en la escala social, al primero, y
amplió el concepto de “niño” para abarcar también en él a quienes, rechazando
toda actitud orgullosa y autosuficiente, se hacen pequeños y humildes ante Dios
y ante los demás para servir, y por eso vienen a ser los destinatarios
principales del reino de los cielos.
Dejen que los niños se acerquen a mí y no se lo impidan, porque de
los que son como ellos es el reino de los cielos. Lo
que aquí dice es una declaración y una promesa; en el pasaje anterior del cap.
18, 1-5 de Mateo había sido una exhortación. La razón es que tanto en el grupo
de los apóstoles como actualmente en la Iglesia hubo búsqueda de poder,
arribismos y rivalidades; disputaban entre sí para ver quién era el más
importante y quiénes iban a ocupar los primeros puestos en su reino.
Cuando se lo preguntaron, Él llamó a un niño, lo puso en medio de
ellos y dijo: Les aseguro que si no
cambian y se hacen como los niños no entraran en el reino de los cielos.
Estableció así el criterio que determina la calidad de las personas en la
comunidad. Uno se hace grande cuando se hace como los niños, es decir, cuando
reconoce su propia indigencia ante Dios y asume la actitud de servicio como lo
característico de su manera de ser. Fue un cambio radical de lógica: los que
ocupan la última posición en la escala social pasan a ser los primeros. Y el
fundamento de esta nueva manera de pensar es que Dios piensa y obra así: él reina en las alturas y sin embargo se
inclina para mirar el cielo y la tierra. Él levanta del polvo al desvalido y
alza de la miseria al pobre para sentarlo con los príncipes (Sal 113, 7).
No se trata de soñar con el ideal de belleza e inocencia de los
niños, sino de dejar de pensar como los grandes de este mundo y como los que
buscan el éxito de la riqueza y del poder. Los niños son lo que los adultos, en
especial sus padres, les hacen ser. De ellos todo lo esperan, se desarrollan si
alguien los toma bajo su cuidado y no corren peligro cuando hay alguien que los
protege.
Lo que son los niños para los adultos, eso han de ser los adultos
en su relación con Dios si reconocen que todo les viene de Él, comenzando por
el don de la vida. Es como volver a nacer para alcanzar la madurez y
autenticidad de quien sólo busca hacer la voluntad de Dios, que se condensa en
el mandamiento del amor, y en cuyo cumplimiento está la clave del continuo
crecimiento personal en libertad y autonomía.
A esta “infancia espiritual”, ejercicio pleno y costoso de nuestra
libertad, se refirió Jesús cuando dijo: Dejen que los niños se acerquen a mí…,
porque de los que son como ellos es el reino de los cielos. Estos adultos convertidos en niños han
descubierto el secreto de la sencillez de vida, de la riqueza personal de quien
comparte lo que tiene, el poder de quien capacita a otros en vez de ponerse él
por encima, de quien acoge porque se siente acogido y sabe que por haberlo recibido
todo debe devolverlo con gratitud.
Estos niños, pobres y humildes según el evangelio, viven en paz,
lejos del ansia y de la pugna continua por ganar y ascender sobre los demás, la
paz de quien en definitiva sabe que su tesoro no es de esta tierra, donde la
polilla y el óxido echan a perder las cosas y los ladrones abren boquetes y
roban (Mt 6, 19), la tranquilidad de
saber que sus nombres están escritos en el cielo (cf. Lc 10, 20).
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