domingo, 9 de mayo de 2021

Homilía del VI Domingo de Pascua – Permanezcan en mi amor (Jn 15, 9-17)

P. Carlos Cardó SJ

Detalle del rostro de Cristo del óleo sobre lienzo de Heinrich Hoffman titulado “Cristo y el Joven Rico” (1889), Iglesia de Riverside, Nueva York

"Como el Padre me amó, así también los he amado yo: permanezcan en mi amor. Si cumplen mis mandamientos, permanecerán en mi amor, como yo he cumplido los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Les he dicho todas estas cosas para que mi alegría esté en ustedes y su alegría sea completa. Este es mi mandamiento: que se amen unos a otros como yo los he amado. No hay amor más grande que dar la vida por sus amigos, y son ustedes mis amigos, si cumplen lo que les mando. Ya no les llamo servidores, porque un servidor no sabe lo que hace su patrón. Los llamo amigos, porque les he dado a conocer todo lo que aprendí de mi Padre. Ustedes no me eligieron a mí; he sido yo quien los eligió a ustedes y los preparé para que vayan y den fruto, y ese fruto permanezca. Así es como el Padre les concederá todo lo que le pidan en mi Nombre. Ámense los unos a los otros: esto es lo que les mando".

Como el Padre me ama a mí, así los amo yo a ustedes. Permanezcan en mi amor. Tenemos aquí lo más central del evangelio de Juan y de sus cartas: la revelación de Dios amor (1 Jn 4,8.16). Esto quiere decir que todo su ser consiste en amarnos; no sabe ni quiere ni puede hacer otra cosa. Todo tiene su fundamento en el amor infinito, que es Dios. Y nuestra vida, que Él crea y conduce amorosamente, es la gloria de Dios, según la inspirada frase de San Ireneo: «la gloria de Dios es el hombre vivo». O como decía San Clemente de Alejandría: «Dios creó al hombre no porque tuviera necesidad de él, sino para tener en quien poner sus beneficios».

Creados por ese amor, elegidos en ese amor (Yo los he elegido - 15,16) y obedientes a él (Esto es lo que les mando: ámense los unos a los otros - 15,17), damos fruto abundante y duradero (15,16). Quien orienta su vida a impulsos del amor experimenta además la alegría de Jesús: Les he dicho esto para que participen en mi alegría, y su alegría sea completa (v.11).  Nada puede hacer más feliz que sentirse sostenido por el amor de Dios y corresponder a él con el amor de acogida y servicio a los demás.

Entonces, la misma relación con Dios cambia, se vuelve confianza plena. Lo dice Jesús: Ustedes son mis amigos si hacen lo que les mando. Ya no los llamaré siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor. Los llamaré amigos porque les he dado a conocer todo lo que oí de mi Padre (v.14-15).  El discípulo, convertido en amigo de Jesús, transforma sus relaciones con Dios, con los prójimos y consigo mismo. En el amor no hay lugar para el temor. Al contrario, el amor perfecto destierra el temor, porque el temor supone castigo, y el que teme no ha logrado la perfección del amor (1 Jn 4,18).

Pero nos cuesta entender que Dios nos ame de manera tan incondicional, desinteresada y sin restricción. No lo entendemos porque nos dejamos influir por la mentalidad del interés y conquista, de la rivalidad y competencia, que hace nuestras relaciones agresivas, celosas e interesadas. Por eso, nos cuesta imaginar un amor absolutamente limpio, generoso y desinteresado. Trasladamos eso a Dios y nuestra actitud con Él se pervierte: imaginamos a Dios como un patrón exigente, un legislador, un juez; todo, menos un padre/madre que nos ama con amor incondicional.

Al mismo tiempo –lo sabemos bien–, nuestro interior suele estar cargado de imágenes y sentimientos de obligación y culpabilidad, de auto-exigencias e imperativos ciegos que, en vez de orientar nuestra conciencia hacia la libertad responsable, la vuelven egocéntrica y temerosa. A partir de ahí, proyectamos lo religioso como el campo del deber, no de la gratuidad del amor, de la ley y no del Espíritu que hace libres, de la culpa y no del encuentro personal con Dios, que nos ama tal como somos y nos invita a dejarnos transformar por su mismo amor.

Nuestro discurso religioso se carga de ley, de obligación y de culpa: Debemos cumplir con Dios, tenemos la obligación de ir a misa, debemos guar­dar los mandamientos. Dios queda allá, distante, imposi­tivo y exigente; y nosotros aquí, so­metidos y expectantes, esperando el premio o temiendo el castigo. Nos hemos hecho un dios a nuestra imagen, ajeno totalmente al Dios de Jesús que es amor, ternura y misericordia infinita.

Podemos decir, pues, que el progreso en la vida cristiana consiste en ir aprendiendo a creer en el amor de Dios. Lo dijo Jesús a la Samaritana: ¡Si conocieras el don de Dios…! (Jn 4,10). Y San Clemente Romano dice: “No es posible decir a qué alturas nos puede llevar el amor. El amor nos une a Dios; el amor «cubre multitud de pecados» (1P 4,8), el amor lo aguanta todo, lo soporta todo (1Co 13,7). El amor conduce a la perfección a los elegidos de Dios y, sin él, no hay nada que agrade a Dios. Por el amor, el Maestro nos atrae hacia Él. Por su amor a nosotros, Jesucristo nuestro Señor, según la voluntad de Dios, derramó su sangre por nosotros, ofreció su carne por nuestra carne, entregó su vida por nuestras vidas” (Primera epístola a los Corintios, 49).

No hay cosa que trans­forme más la vida de una persona que el saberse amada de verdad. Si creemos que Dios nos ama con todo su ser, que no piensa sino en nuestro bien, que es incapaz de cas­tigar, que lo único que quiere es ayudarnos a realizarnos como personas y ser felices, nuestra vida ciertamente será distinta.

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