P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: "Éste es mi mandamiento: que se amen unos a otros como yo los he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Ustedes son mis amigos, si hacen lo que yo les mando. Ya no los llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a ustedes los llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre se los he dado a conocer. No son ustedes los que me han elegido, soy yo quien los he elegido y los he destinado para que vayan y den fruto, y su fruto permanezca. De modo que lo que pidan al Padre en mi nombre se los dé. Esto les mando: que se amen unos a otros".
Se puede decir que en este texto
se contiene lo más importante y lo más distintivo de la fe cristina con
relación a otras creencias religiosas.
Mi mandamiento es éste: Ámense los
unos a los otros como yo los he amado. Jesús quiere ser amado en sus
hermanos y hermanas. No dice: Ámenme como yo los he amado. El discípulo ha de
demostrar que el Señor lo ama, amando a los demás. Así manifiesta la presencia
del amor que recibe de Jesús. Si una comunidad o grupo se dice cristiano, la
relación entre sus miembros tiene que reflejar el amor que cada uno de ellos
recibe de Jesucristo, es decir, debe haber entre ellos comprensión, acogida,
perdón y deseo de servir. Así como Jesús manifiesta la presencia de su Padre,
así también los que se reúnen en su nombre hacen presente a Jesús con el amor
que se tienen unos a otros.
Por eso, el amor fraterno se presenta como el mandamiento por
excelencia. Es el distintivo de los que siguen a Cristo y es la condición para
que la misión de Jesús se realice en el mundo. Lo que quiere Jesús es que su
pasión por crear comunidad entre los hombres sea la nota de identidad más
característica de los que le siguen y lo que impulse y sostenga sus esfuerzos
por la transformación de la sociedad.
Jesús se prolonga en sus discípulos de todos los tiempos. Su
palabra y sus obras liberadoras siguen llegando al mundo por medio de la
palabra y las obras de sus discípulos y en la comunidad que ellos forman, la
Iglesia. Por medio del testimonio de sus vidas entregadas a resolver las
necesidades de los demás y a promover relaciones sociales justas, los
discípulos continúan el dinamismo de unión y solidaridad que caracterizó la
vida de Jesús. Ofrecen así modelos de comportamiento y de organización para la
transformación de la sociedad.
¿Hasta dónde se ha de llevar la disposición de amar y servir? Jesús
responde aludiendo a su propio amor que llega al extremo (13, 1) de entregarse
hasta la muerte (Fil, 2, 8). Nadie tiene
un amor más grande que quien da la vida por sus amigos. Está aquí trazado
el horizonte de la generosidad, el grado sumo del amor. La entrega plena, que
esto supone, atrae al discípulo y crea en él la disposición para dar sin llevar
cuenta, hasta entregar la vida si fuere necesario, a ejemplo del Señor.
A continuación Jesús explica la relación que mantiene con los que
creen en Él y que debemos tener con Él. No sólo estamos unidos a Él como los sarmientos a la vid, ni sólo somos sus servidores para hacer lo que Él nos mande,
ni simples seguidores de una doctrina
y de un programa. Somos sus amigos.
Así nos considera, reconoce y valora. La relación que ha establecido con
nosotros, y que por la fe estamos llamados a mantener con Él, es la relación
propia de la amistad, hecha de afecto profundo, comunión de ideales y
búsquedas, lealtad y confianza mutua, compañía.
Jesús no se ha colocado por encima de su grupo de amigos, por más
que sea su fundador y su centro, y se le reconozca como el Maestro y Señor,
porque lo es. Él les ha lavado los pies y les ha hecho comer su cuerpo y beber
su sangre. Se ha puesto a nuestro servicio y nos ha incorporado a Él para que
su Espíritu, su mismo Espíritu que es el amor, habite en nosotros y nos impulse
a amarlo en sus hermanos y hermanas. Todo nos lo ha comunicado, aun la obra que
el Padre le encomendó y debemos continuar, y su destino de entrega voluntaria,
que ha de ser nuestro destino.
No es por propia iniciativa y decisión como se puede asumir este
proyecto de vida. Todo parte de la elección que Jesús hace de cada uno de
nosotros y de los medios que nos da para poder realizarlo. A nosotros nos toca
acoger su llamada y comprometernos libremente a colaborar en su obra. Sólo así,
reconociendo que todo depende de Él –tanto el querer como el obrar– podremos
mantener la resolución de poner cuanto esté de nuestra parte para que el fruto
sea abundante. Nos asegura esto su promesa de que su Padre nos concederá lo que
le pidamos.
Se cierra esta sección del discurso de Jesús en la Última Cena,
con la repetición de su mandamiento: Lo
que yo les mando es esto: que se amen los unos a los otros. En su
cumplimiento está todo: su presencia viva, la realización de su obra, el motivo
y razón última de nuestro propio compromiso y entrega, el distintivo de su
comunidad, la prueba de que creemos en Él y en Dios, su Padre.
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