P. Carlos Cardó SJ
Cerca de la cruz de Jesús estaba su madre, con María, la hermana de su madre, esposa de Cleofás, y María de Magdala.
Jesús, al ver a la Madre y junto a ella al discípulo que más quería, dijo a la Madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Después dijo al discípulo: «Ahí tienes a tu madre». Y desde aquel momento el discípulo se la llevó a su casa.
En la fiesta de María, Madre de la Iglesia, la liturgia propone
este texto del evangelio de Juan. En él se puede ver que todo es don en la
pasión y muerte de Jesús: nos da a su Madre, nos da a su Espíritu en el
instante de su muerte, nos da a la Iglesia y a sus sacramentos son la sangre y
el agua que brotan de su costado abierto, nos da su Corazón.
San Juan resalta el don de la Madre. De pie junto a la cruz de su
Hijo, está como la Mujer nueva, la nueva Eva al lado del nuevo árbol del que
brota la vida verdadera. Está junto a la
cruz en posición de quien contempla el misterio que la sobrepasa y
sobrecoge, pero que se le revela interiormente por el amor y la fe que tiene a
su Hijo.
La discípula, la gran creyente, la que será proclamada dichosa por
todas las generaciones, es ahora la Madre de los dolores porque ha llevado
hasta el fin su identificación con el Crucificado. Ella siguió a Jesús en todo
momento, desde en Caná, en donde inició, a petición suya, los signos de su
gloria, en unas bodas que preanunciaban la boda del Cordero crucificado, en la
que también ella se hace presente. Por la fidelidad de su amor y de su fe, María
es Madre y figura de la Iglesia, Madre de la nueva humanidad redimida. Y representa
también a Israel, pero como esposa fiel que dice: Hagan lo que les diga.
Junto a la Madre estaba el discípulo
a quien Jesús tanto quería, que una antigua tradición identifica con el
apóstol Juan, pero que es también figura del discípulo de Cristo, de todo aquel
que está llamado a reclinar la cabeza sobre el pecho del Maestro, a vivir en su
intimidad y acompañarlo hasta el calvario. Es figura universal de todo aquel que
es amado por el Hijo.
Él está también como quien contempla al Hijo del hombre levantado
en alto, y su porte evoca al de Moisés que levantó la serpiente a lo alto (Jn 3, 14-15). El discípulo da testimonio
de la vida eterna que gana para nosotros el Crucificado. Por eso será testigo privilegiado
de la resurrección, llegará el primero al sepulcro y creerá, reconocerá después
al Señor desde la barca, y permanecerá con nosotros hasta su retorno (Jn 21, 22). En su evangelio canta el
amor del Hijo por nosotros.
Aparecen también en la escena
la hermana de su Madre, María de Cleofas, y María Magdalena. Su fidelidad amorosa al Señor, a quien
servían en sus necesidades, contrasta fuertemente con la infidelidad de los discípulos,
pero mucho más con el odio de los judíos y de los verdugos.
Jesús
ve a su Madre. No se preocupa de sí sino de los
demás, piensa en su madre. Y le dice: Mujer,
como la llamó en Cana. Israel es mujer,
hija de Sión, como afirma la Biblia. En María, madre del redentor, llega a la
perfección el pueblo escogido y se inicia la Iglesia.
- Ahí tienes a tu hijo,
le dice el Hijo, pidiéndole que reconozca también al discípulo (y en él a todos
nosotros) como a su hijo, como igual a Él.
- Ahí tienes a tu madre,
dice luego al discípulo para que la reconozca como madre suya. Lo que el Señor más
quiere, lo da: su discípulo a su madre y su madre a su discípulo. Ha
establecido para siempre la relación madre-hijo que constituye a la Iglesia en
su ser más íntimo y que hace ver mundo el amor del Padre y del Hijo que a todos
nos hace hermanos.
Y
desde aquella hora el discípulo la acogió,
en su casa, se puede decir, en el
espacio propio de lo que uno más ama y que más lo identifica. La acoge como su
madre, de la que deriva la existencia de los que renacen por la fe y se hacen
hijos en el Hijo, hermanos del Hijo por la carne y el Espíritu, porque Él
asumió nuestra carne en el seno de María y habitó entre nosotros.
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