miércoles, 23 de febrero de 2022

No caer en la intolerancia (Mc 9, 38-39)

P. Carlos Cardó SJ

La amistad, óleo sobre lienzo de Pablo Picasso (1908), Museo del Hermitage, San Petersburgo, Rusia

En aquel tiempo, Juan le dijo a Jesús: "Hemos visto a uno que expulsaba a los demonios en tu nombre, y como no es de los nuestros, se lo prohibimos".
Pero Jesús le respondió: "No se lo prohíban, porque no hay ninguno que haga milagros en mi nombre, que luego sea capaz de hablar mal de mí. Todo aquel que no está contra nosotros, está a nuestro favor".

Nos dice este evangelio que Juan y los otros apóstoles habían visto a uno expulsar demonios en su nombre y se lo habían prohibido porque “no era de nuestro grupo”. Querían, por tanto, tener la exclusiva, el monopolio de Jesús.

Probablemente Marcos escribe este texto pensando en las dificultades y polémicas que surgieron en la primitiva Iglesia. Quiere enseñarnos a evitar que las discusiones se conviertan en causa de división y hacer que sirvan más bien para forjar una mayor unión mediante el respeto a las diferencias. Discrepancias y discusiones eran frecuentes en las primeras comunidades, como puede verse en las cartas de Pablo y el libro de los Hechos, y son un problema siempre actual.

La razón es que por la naturaleza misma de las cosas no puede sino haber diversidad en una institución como la Iglesia. El Espíritu Santo, que la asiste, inspira en todas las épocas una gran variedad de dones personales, actitudes, servicios y modos de pensar que concurren al bien común y son riqueza de la Iglesia. Por eso, lo verdaderamente eclesial no es pretender una uniformidad en todo, sino presuponer siempre que el otro, que puede no pensar o actuar como yo pero busca también servir a Cristo y a los hermanos, es movido por un buen espíritu, mientras no se demuestre lo contrario.

Guiados por el principio que se nos da en el amor, podemos, pues, aceptar que cada cual en la Iglesia puede seguir su propio espíritu, mientras no conste que va tras un espíritu falso; y, por tanto, podemos presuponer la rectitud, la libertad, la buena voluntad y no precisamente lo contrario.

Así, pueden existir, y de hecho existen, personas buenas que realizan obras buenas “en nombre de Jesús”, pero no pertenecen a instituciones visibles o agrupaciones. Los que sí forman parte de ellas –por filiación, nombramiento, o función conferida– pueden juzgar a estas personas como lo hacían los discípulos de Jesús porque “no son de los nuestros”. Al obrar así, dan a entender –lo quieran o no– que sólo en su ámbito actúa el espíritu de Jesús, como si se tratara de un monopolio de Jesús y de su evangelio a ellos concedido.

Sustituyen a Jesús por la institución a la que pertenecen y Jesús es más que las instituciones. Él es el único Maestro y todos somos discípulos. Es Él quien debe crecer y no mi grupo, mi corriente, mi modo de pensar. Apropiarse de Cristo, creer que sólo quienes piensan como nosotros lo hacen verdaderamente en nombre de Cristo, eso suele ser causa de actitudes de intolerancia, exclusión y acepción de personas, que dañan profundamente el ser de la Iglesia.

No se trata de que la gente nos siga a nosotros sino que siga a Cristo; no se trata de incrementar mi grupo, sino de hacer crecer a la Iglesia; no se trata de hacer que los demás piensen y actúen como nosotros, sino que sigan en verdad a Jesucristo. Por eso dice el Señor: Quien no está contra nosotros, está con nosotros.

El evangelio nos cura de toda tendencia al ghetto, al círculo cerrado, a la crispación sectaria, a la postura intransigente y al gesto discriminador. Libre, por encima de todo aquello que a los hombres nos apasiona y divide en bandos, Jesús alienta en nosotros la verdadera tolerancia, que es amplitud de corazón, espíritu universal para abrazar, respetar y estimar a todos los que, en su nombre, buscan servir a los hermanos. Tolerancia, amplitud de miras, respeto, diálogo, colaboración…, son pues virtudes esencialmente eclesiásticas.

Y no debemos olvidar que: «Sólo hay una cosa que en el plano humano puede establecer la unidad en la Iglesia: el amor, que permite al otro ser de otra manera, aunque no logre “comprenderlo”» (K. Rahner).

Después de esta enseñanza, el evangelio de hoy ilumina otros aspectos de la vida, que tienen que ver con nuestra opción por Cristo y su evangelio. No se habla ya de la tolerancia sino del seguimiento de Cristo en la vida diaria y de la lucha contra el mal.

Dice Jesús: Todo el que les dé a beber un vaso de agua a ustedes en razón de que siguen a Cristo, no quedará sin recompensa. La tolerancia va siempre acompañada de la magnanimidad. Hasta los más pequeños gestos de atención y acogida, como dar un vaso de agua, son significativos. Y es importante notar que el evangelio nos designa como “los que siguen a Cristo”. Somos sus seguidores, pertenecemos a Él. Por eso, hasta el más pequeño gesto de amor a un hermano toca personalmente al mismo Cristo.

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