P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, llamó Jesús a los Doce, los envió de dos en dos y les dio poder sobre los espíritus inmundos. Les mandó que no llevaran nada para el camino: ni pan, ni mochila, ni dinero en el cinto, sino únicamente un bastón, sandalias y una sola túnica.
Y les dijo: "Cuando entren en una casa, quédense en ella hasta que se vayan de ese lugar. Si en alguna parte no los reciben ni los escuchan, al abandonar ese lugar, sacúdanse el polvo de los pies, como una advertencia para ellos".
Los discípulos se fueron a predicar la conversión. Expulsaban a los demonios, ungían con aceite a los enfermos y los curaban.
Jesús llamó a los Doce y comenzó a
enviarlos. Cada uno de nosotros puede sentirse incluido entre los llamados.
La Iglesia, comunidad que Jesús ha reunido en la persona de sus apóstoles y
discípulos, y a la que pertenecemos, recibe la misma misión de su Maestro:
anunciar con hechos y palabras la presencia del amor de Dios y la certeza de la
salvación que esperamos (Evangelii
Nuntiandi).
Otro
pasaje del mismo evangelio de Marcos dice que Jesús llamó a los que quiso… para que estuvieran con él y para enviarlos a
predicar (3,13-14). No los envía a exponer una vasta y compleja doctrina,
sino a transmitir una forma de vida, un modo de proceder. Por eso, las
instrucciones que Jesús da a sus discípulos no dicen lo que tendrán que decir,
sino cómo deben presentarse para reproducir el modo de ser y de proceder que
han aprendido de su Maestro. Este estilo de vida se aprende en el trato con Él.
Y comenzó a enviarlos de dos en
dos. Detrás de la costumbre hebrea de ir así cuando se trataba de
cumplir una misión, hay un signo que Jesús quiere que transmitan. Él ha venido
a reunir un nuevo pueblo de hijos e hijas de Dios. Por eso lo comunitario tiene
un valor fundamental en todo su mensaje. Jesús no predicaba nunca en solitario;
tampoco quiso que sus discípulos lo hicieran. Sin compañía fraterna, sin
colaboración en tareas y proyectos, no se puede anunciar eficazmente el evangelio.
Dice
también el evangelio que Jesús les dio
autoridad sobre los espíritus impuros. No se trata de fuerzas o poderes
sobrenaturales, contra los cuales nada pueden hacer los hijos de Dios. Los
“espíritus” a los que se refiere Jesús tienen que ver con todo lo que engaña,
perturba, oprime y empobrece la vida, privándola de libertad, de dignidad, de
paz. En este sentido, los discípulos de Jesús se caracterizan por ser personas
que combaten contra todo aquello que deshumaniza. Eso son los espíritus inmundos
que impiden que los seres humanos se realicen como auténticas personas. Y la
autoridad del discípulo está precisamente en enfrentar al mal y vencerlo en
nombre de Cristo con la fuerza del Espíritu.
Les ordenó que no llevaran nada
para el camino… La Iglesia como institución y
cada uno de sus miembros no pueden poner como valor central de su vida los
bienes materiales. Éstos son medios, no fines; y hay que aprender a usarlos o
dejarlos tanto cuanto convenga a la realización de los valores del reino de
Dios. Cuando se olvida esto, los bienes materiales en vez de ayudar a la tarea
evangelizadora, la desvían de sus verdaderos fines, y la labor de la Iglesia se
pervierte. El espíritu de gratuidad, que se demuestra en dar gratis lo que gratis se ha recibido, hace que resplandezca más
la acción de lo alto. La sencillez de vida, el desinterés por el poder de este
mundo, la pobreza evangélica, hacen más creíble la predicación y la acción de
la Iglesia.
Cuando entren en una casa,
quédense en ella hasta que se vayan de ese lugar. La
casa tiene gran importancia en los evangelios sinópticos. El evangelio de Marcos nos hace ver que Jesús
usaba muchas veces las casas en las que se alojaba, tanto para anunciar la
buena noticia del Reino con palabras y signos (1,29; 2,1; 3,20; 5,38), como para educar a sus
discípulos, aprovechando la intimidad que la casa hace posible (7,17;
9,28; 10,10).
En
ella les enseña los temas centrales de la fe, que después habrán de transmitir
en su misión: la piedad auténtica (7,1ss),
la oración y el ayuno (9,1ss) y
la relación de pareja (10,1ss),
siempre como llamadas a la conversión a una mejor relación con Dios, con el
cónyuge, con los semejantes y con las cosas de este mundo. Por eso el cristiano
debe considerar su casa como un lugar privilegiado para cumplir la misión de
transmitir el evangelio. En la intimidad familiar se crean los lazos afectivos más
profundos y resulta factible, más que en ningún otro sitio, crear la fraternidad y encarnar los valores cristianos.
En la casa se puede practicar el seguimiento de Jesús en su radicalidad
Si en algún lugar no los reciben,
váyanse de allí… Jesús invita, no se impone. Los
discípulos no pueden obligar a nadie a aceptar el evangelio. Éste se acepta por
la fuerza del testimonio y la eficacia de la palabra que promueven el
convencimiento interior. Habrá quienes no acepten el mensaje, y contraerán una
culpa que sólo Dios conoce con exactitud. Frente a esto, le basta al discípulo manifestar
con un gesto demostrativo la ruptura de la comunión: al salir de ese pueblo, sacúdanse el polvo de los pies.
En
este discurso se ve que el cristiano evangeliza humanizando. Los valores del
evangelio nos hacen más humanos y mueven a construir un mundo más humano. Porque
cree en la eficacia del bien y en las posibilidades de mejorar la calidad de la
vida humana, el cristiano apoya todo lo positivo que tiene el mundo de hoy,
todas las posibilidades que se ofrecen de encarnar los valores del evangelio en
nuestra sociedad.
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