P. Carlos Cardó SJ
Jesús bendice a los niños, óleo sobre lienzo de Gebhard Fugel (1910), Museo Abtei Lierborn de Arte e Historia, Warendorf, Alemania |
Al salir atravesaron la Galilea; Jesús no quería que nadie lo supiera, porque enseñaba y les decía: "El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres; lo matarán y tres días después de su muerte, resucitará". Pero los discípulos no comprendían esto y temían hacerle preguntas. Llegaron a Cafarnaún y, una vez que estuvieron en la casa, les preguntó: "¿De qué hablaban en el camino?". Ellos callaban, porque habían estado discutiendo sobre quién de todos ellos era el más importante. Entonces, sentándose, llamó a los Doce y les dijo: "El que quiere ser el primero, debe hacerse el último de todos y el servidor de todos". Después, tomando a un niño, lo puso en medio de ellos y, abrazándolo, les dijo: "El que recibe a uno de estos pequeños en mi Nombre, me recibe a mí, y el que me recibe, no es a mí al que recibe, sino a aquel que me ha enviado".
En su camino a Jerusalén donde va a ser entregado, Jesús instruye a sus discípulos sobre el destino de cruz del Hijo del Hombre. Pero los discípulos no entendieron lo que les decía (9,32), no cabía en sus mentes la idea de un Mesías que habría de acabar en cruz.
Esta incapacidad para entender a Jesús se pone de manifiesto en la discusión que tienen entre ellos. ¿De qué discutían por el camino?, les pregunta Jesús. Ellos discutían quién era el más importante en del grupo. El deseo de ser reconocido y apreciado es natural; su realización asegura la autoestima y la confianza básica que consolidan, a su vez, la identidad de la persona y la mueven a progresar y perfeccionarse. Más aún, Dios quiere que fructifiquen los talentos que él nos da, que aspiremos a las más altas formas de servicio que podemos ofrecer, usando esos mismos talentos que él ha puesto en nosotros. Pero sobre este deseo natural y sobre esta voluntad de Dios que nos abre al más, al mayor servicio y a su mayor gloria, se puede sobreponer el afán de sobresalir por encima de los demás, la actitud arribista de quien a toda costa quiere ocupar el primer lugar, buscando ya no el mejor servicio sino su propia gloria. Esta actitud la tenían los discípulos de Jesús, acrecentada tal vez porque las distinciones, los rangos y los puestos de importancia, era un tema particularmente debatido en el ambiente judío.
Jesús aprovecha esta ocasión para transmitir una enseñanza sobre el modelo de autoridad que deberá ejercitarse en su comunidad. Será un modelo basado en una lógica diferente a la que emplean los gobernantes. Será la lógica del servicio y de la solidaridad, que invierte los valores del mundo y adquiere toda su densidad de significado en el hecho palpable de que Jesús, siendo el primero, prefiere ser el servidor de todos.
Según el evangelio sólo es lícito ejercer la autoridad como servicio, nunca como poder de dominio sobre los demás. Todo cargo se ha de ejercer para favorecer el bien común, atender y servir a las personas. Se corrompe la autoridad y se perjudica el derecho y la dignidad de las personas cuando los gobernantes se utilizan el poder para lucrar y servirse a sí mismos del modo que sea. A los ojos de Dios el primero es el que mejor sirve. El servicio es la norma básica de la conducta agradable a Dios. Y si este servicio se hace a los más débiles y postergados de la sociedad, tanto mejor. Así se comportó Jesús y en su modo de actuar nos mostró la actuación misma de Dios.
El gesto que a continuación hace Jesús sirve para reforzar esta idea. Jesús coloca a un niño en medio del grupo, lo abraza y dice: El que acoge a un niño como éste en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí, no me acoge a mí, sino al que me ha enviado.
Este gesto simbólico pone en evidencia lo que Jesús quiere. En la sociedad judía, el huérfano, la viuda, el extranjero, el siervo, el niño estaban privados de derechos; para Jesús, son los más importantes. Los niños nada poseen. Son y llegan a ser lo que se les da. Refiriéndose a ellos, Jesús ilustra la relación que hay entre el poder y la búsqueda del reino de Dios: hay que superar el afán de posesión y de dominio (ya sea de personas o de bienes), incluso el poseerse a sí mismo, para poder entregar la vida y recibir a cambio la verdadera y feliz vida eterna.
A los niños y a quienes se les asemejan, les pertenece el Reino. Porque son los desprovistos, porque no tienen su seguridad en sí mismos y viven sin pretensiones ni ambiciones, por eso su vida está abierta –pendiente– del don de Dios. Por no tener nada y recibirlo todo, los niños son los últimos. Porque todo en sus vidas depende de Dios, son los primeros en su corazón. Nada poseen; Dios es todo para ellos. Por eso Jesús se identifica con ellos: Quien acoge a uno de estos pequeños, a mí me acoge.
La lección es clara: el discípulo ha de renunciar a toda falsa afirmación de sí mismo para poder acoger el don del Reino. La persona encuentra su verdadero valor en su actitud de amor y servicio a aquellos con los que Cristo se identifica.
La Eucaristía nos reúne a todos por igual. En ella no hay diferencias de rango ni de poder. Simples hermanos y hermanas nos juntamos en la mesa de nuestro Padre común. Al partir el pan, cobramos fuerzas para mantener nuestro rechazo a todas las concepciones de la autoridad que, desde la familia, la escuela, la empresa, el Estado y aun la misma Iglesia, generan abusos y sufrimientos.
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