P. Carlos Cardó SJ
El juicio final, óleo sobre metal de Denys Calvaert “Il Flamingo”, (finales del siglo XVI), Museo Nacional de Cracovia, Polonia |
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "El que quiera venir conmigo, que renuncie a sí mismo, que tome su cruz y me siga. Pues el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí, la encontrará. ¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero, si pierde su vida? ¿Y qué podrá dar uno a cambio para recobrarla?
Porque el Hijo del hombre ha de venir rodeado de la gloria de su Padre, en compañía de sus ángeles, y entonces dará a cada uno lo que merecen sus obras. Yo les aseguro que algunos de los aquí presentes no morirán, sin haber visto primero llegar al Hijo del hombre como rey".
El contexto de estas palabras de Jesús es el anuncio que ha hecho a sus discípulos de lo que le va a pasar en Jerusalén, adonde se dirigen. En la santa ciudad mueren los profetas enviados de Dios. Allí lo harán padecer y morir en una cruz; los fariseos y las autoridades religiosas ya lo han decidido. Por eso comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer mucho allí (16,21).
Pero este padecer mucho remite a un misterio que se nos tiene que revelar: el misterio de la pasión de Jesús por todos nosotros, que lo lleva a padecer con nosotros y a asumir como propio el sufrimiento, el mal y la muerte de sus hermanos y hermanas. No es el sufrimiento por sí solo lo que salva, sino el amor y la confianza con que Jesús lo asume, haciendo presente a Dios en él con todo el poder salvador de su amor. De este modo Jesús introduce el amor de Dios en toda situación humana de dolor, de pecado y de muerte para que en ella esté siempre presente en favor de los que sufren la fuerza del amor de Dios, que libera y salva. Los sufrimientos y la muerte de Jesús hacen ver hasta qué extremos llega el amor que Dios nos tiene.
Un lenguaje así puede chocar con la manera habitual de pensar de los hombres. Por eso, Pedro en particular no lo entiende y llevando aparte a Jesús, comenzó a reprenderlo. Pero recibe de Jesús (16,17-19) la más severa reprimenda: Ponte detrás, Satanás…, tú no piensas como Dios, sino como los hombres. Están los pensamientos de Dios y los pensamientos de los hombres; el discípulo preferido aún no ha dado el paso.
Después de esto, Jesús invita a sus discípulos a seguirlo, a recorrer con él su camino hasta el final y asumir su estilo de vida con todas sus consecuencias. El discípulo –cada uno de nosotros– ha de ser un reflejo de su Maestro. Es lo que quiere: la identificación con él para que su vida, sus palabras y obras, se prolonguen en la comunidad de sus discípulos.
La condición para lograrlo es clara: Niéguese a sí mismo, nos dice. Niegue cada cual su falso yo –deformado por el egoísmo y el pecado– para hacer nacer su yo auténtico, que se realiza en el amor, en la entrega, en el servicio sin reservas.
Y añade: Lleve su cruz, la cruz de cada uno, que es la lucha contra el mal que actúa en mí, la lucha contra mi egoísmo; es mi tarea, que nadie puede hacer por mí. Llevar la cruz significa también asumir las cargas de sufrimiento que la vida impone y ver la presencia de Dios en ellas. Entonces se revela el sentido que pueden tener y el bien al que pueden contribuir si se viven con Dios. No se trata de añadir sufrimientos a los que la vida misma y las exigencias del compromiso cristiano normalmente imponen. Se trata de aprender a llevar el sufrimiento como Cristo nos enseña, sabiendo, además, que nunca estaremos solos, pues Jesús va delante con su cruz como quien abre y facilita el camino.
Quien
quiera salvar su propia vida la perderá. Estas
palabras de Jesús expresan una gran verdad: que quien vive queriendo ponerse a
resguardo de toda pérdida, de toda renuncia, de toda donación…, ese tal echa a
perder su vida, porque la vida es relación y se realiza en el amor, que
consiste en dar y recibir. Debemos enseñar a nuestros jóvenes que no sólo por
motivos religiosos sino por razones psicológicas y sociales, la capacidad de
asumir el dolor que toda vida comporta, el saber renunciar a la satisfacción
inmediata y caprichosa de los propios impulsos en función de valores superiores
y de un proyecto de vida de metas altas, esto forma parte de la formación del
adulto. No hay que elegir el camino fácil sino la meta. La vida es amar, dar de
sí con generosidad, en eso está el secreto de la verdadera felicidad y del
verdadero éxito. Fuera de esta perspectiva, aunque gane el mundo entero, la
vida no se logra, se malogra. Muchas
veces hallaremos difícil esta exigencia. Pero
confiamos en el Señor que nos asegura su compañía y apoyo constante. Él nos
hace comprobar que el amor suaviza lo que las exigencias tienen de costoso.
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