P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, la multitud rodeaba a Jesús en tan gran número que se atropellaban unos a otros. Entonces Jesús les dijo a sus discípulos: "Cuídense de la levadura de los fariseos, es decir, de la hipocresía. Porque no hay nada oculto que no llegue a descubrirse, ni nada secreto que no llegue a conocerse. Por eso, todo lo que ustedes hayan dicho en la oscuridad, se dirá a plena luz, y lo que hayan dicho en voz baja y en privado, se proclamará desde las azoteas. Yo les digo a ustedes, amigos míos: No teman a aquellos que matan el cuerpo y después ya no pueden hacer nada más. Les voy a decir a quién han de temer: Teman a aquel que, después de darles muerte, los puede arrojar al lugar de castigo. Se lo repito: A él sí tienen que temerlo. ¿No se venden cinco pajarillos por dos monedas? Sin embargo, ni de uno solo de ellos se olvida Dios; y por lo que a ustedes toca, todos los cabellos de su cabeza están contados. No teman, pues, porque ustedes valen mucho más que todos los pajarillos".
Jesús sigue aconsejando a sus discípulos contra el fariseísmo y se
ha juntado una multitud para oírlo. Miles se agolpaban…hasta pisarse unos a
otros.
Ahora quiere hacerlos conscientes del influjo que puede tener en
ellos la mentalidad farisaica y, más en concreto, la “hipocresía” que los
caracteriza. La comunidad de Jesús debe reprobar tal actitud y no dejar que
contamine las relaciones entre las personas.
Jesús compara la hipocresía con la levadura, no en su sentido
positivo de elemento necesario para hacer el pan, sino en el sentido de la
corrupción que proviene de la fermentación y que afecta a toda la masa. De
hecho toda fermentación puede ser vista tanto en su aspecto positivo como en su
aspecto negativo. Para Pablo la levadura nueva de la sinceridad y la verdad hace
fermentar la masa de la comunidad pascual (1
Cor 5,6-8); para Jesús la hipocresía de los expertos en la ley es la levadura
que puede corromper a sus discípulos.
La palabra hipócrita designa, en primer lugar, al protagonista del coro de las
tragedias griegas. Para Jesús, la hipocresía
es la doblez, la máscara o disfraz que tapa la verdadera personalidad y el
comportamiento de una persona; es el disimulo y la apariencia. Por eso ha
llamado a los fariseos sepulcros
blanqueados (Lc 11,44), pues esconden lo que realmente son con el disfraz
de gente recta y piadosa. Lo que debe caracterizar al discípulo de Jesús es la sinceridad
y la transparencia plena, intachable.
Desde Adán, la búsqueda de protagonismo, el disimular los propios defectos
y limitaciones, el pretender ser omnipotente y no aceptarse simplemente como
ser humano, son las tentaciones que llevan muchas veces a actuar de manera
insensata, crearse conflictos y terminar siendo insoportable para los demás.
Los consultorios de psiquiatras y psicólogos están llenos de gente que, como
Adán después de su rebeldía, no saben qué hacer con su desnudez y se llenan de
miedos.
Jesús viene a quitar el velo de la mentira para llevarnos a la
aceptación de nuestra verdad de hijos e hijas amados por Dios. El discípulo no
tiene por qué ocultar nada si actúa con transparencia y sencillez de vida. Y
debe estar siempre vigilante porque los comportamientos se asumen por
imitación, sobre todo si son formas de comportamiento de personas importantes.
La frase de Jesús que viene a continuación subraya lo dicho. No
hay nada escondido que no llegue a saberse… Es una reiterada invitación
a hablar con claridad y llaneza, sin dobles lenguajes. Y para inspirar confianza
a los discípulos los llama amigos míos.
La amistad que despierta confianza aleja el temor.
No teman, dice Jesús repetidas veces en
este capítulo. El temor básico es el de la muerte; ya sea la muerte entendida
como el final de la vida, o como referida al morir, perder, acabarse,
frustrarse algo que amamos y cuya pérdida nos recorta lo que vivimos o queremos vivir. De ese miedo
a “esa” muerte que toda vida comporta provienen muchas agresividades defensivas
y muchas depresiones también y encerramientos de la persona en sí misma, que
son una verdadera esclavitud.
Sólo se vence ese miedo a la muerte del cuerpo y de las cosas,
afirmando la superioridad de otros valores que perduran. Un texto de la carta a
los Hebreos afirma la liberación interior, profunda, que Cristo ha venido a
ofrecer: vino a compartir con nosotros nuestra condición humana (la carne y la
sangre) y liberar a aquellos a quienes el
miedo a la muerte los tenía esclavizados de por vida (Heb 2,14).
El Señor no quiere que sus discípulos tengan miedo sino conciencia
y responsabilidad. Que no teman a Dios, sino al mal, a la vida echada a perder.
El llamado “temor de Dios”, que la Biblia señala como principio de la
sabiduría, no es miedo sino respeto. El miedo proviene de la conciencia de
nuestra pequeñez, pero es una pequeñez que Dios protege, porque valemos mucho
para Él. Dios es amor que cuida, es providencia. Su ternura se extiende sobre
todas sus criaturas (Sal 145). Providencia del Padre con las aves del cielo y las
flores del campo. Ustedes valen más que los pájaros.
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