P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Supongan que alguno de ustedes tiene un amigo que viene a medianoche a decide: 'Préstame, por favor, tres panes, pues un amigo mío ha venido de viaje y no tengo nada que ofrecerle'. Pero él le responde desde dentro: 'No me molestes. No puedo levantarme a dártelos, porque la puerta ya está cerrada y mis hijos y yo estamos acostados'. Si el otro sigue tocando, yo les aseguro que, aunque no se levante a dárselos por ser su amigo, sin embargo, por su molesta insistencia, sí se levantará y le dará cuanto necesite.
Así también les digo a ustedes: Pidan y se les dará, busquen y encontrarán, toquen y se les abrirá. Porque quien pide, recibe; quien busca, encuentra, y al que toca, se le abre. ¿Habrá entre ustedes algún padre que, cuando su hijo le pida pescado, le dé una víbora? ¿O cuando le pida huevo, le dé un alacrán? Pues, si ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¿cuánto más el Padre celestial les dará el Espíritu Santo a quienes se lo pidan?".
Las dos pequeñas parábolas que siguen a continuación de la oración
del Padre nuestro señalan la actitud que se ha de tener al orar. En ellas Jesús
hace referencia al comportamiento de un amigo con su amigo y de un padre con su
hijo para resaltar que el amor de Dios es mucho más disponible que el de un
amigo y más generoso que el de un padre.
La primera parábola contiene elementos culturales del oriente, en
donde la hospitalidad es sagrada y en donde las familias enteras suelen dormir
en una habitación, sobre una estera, con la puerta atrancada. El amigo que
llega a medianoche a pedir pan para su huésped resulta ciertamente importuno
porque despierta a todos. Pero es un necesitado que sabe bien a quién recurrir
en esas circunstancias y a esa hora de la noche.
Las tres reiteradas invitaciones (imperativos) que siguen,
ordenadas en ritmo escalonado – pidan, llamen, busquen– pretenden
hacer ver que lo importante en la oración no es lo que se pida, sino la certeza
de ser acogido y escuchado. Las tres peticiones vienen seguidas de su
respectiva recompensa: don, acogida y descubrimiento.
Pidan. Debemos pedir, no porque Dios no
nos dé –pues conoce nuestras necesidades aun antes de que le pidamos–, sino
porque no debemos dejar de desear. Se trata de mantener abierto el corazón ante
Dios para que todas nuestras necesidades y deseos estén en su presencia. Todas mis ansias están en tu presencia,
Señor, dice el Salmo 38. Por eso la oración es expresión del deseo, es el
tiempo del deseo. Dice San Agustín: “La vida espiritual es palestra del deseo”.
Por eso “dejas de orar cuando dejas de desear”. No podemos apagar el deseo
interior, debemos mantenerlo abierto hasta el infinito. La persona se convierte
en lo que desea; si deseas a Dios…
Busquen y hallarán. Se busca lo que está escondido, lo
oculto a los ojos, aquello en lo que Dios parece ausente o escondido. No
podemos conciliar su bondad con los males que nos hacen sufrir. Hallar en todo
a Dios, ver a Dios en todo, eso cambia nuestra manera de vivir las cosas que
nos duelen o atormentan.
Pidan y se les dará, busquen y hallarán, llamen y se les abrirá. Pedir
para vencer la desconfianza; buscar para hallar cuanto el pecado y el mal de
este mundo nos oculta; llamar para superar cuanto nos separa de la vida
verdadera.
En la segunda parábola tenemos, por de pronto, los elementos
típicos de la alimentación básica en la Palestina de tiempos de Jesús: pan,
pescado, huevos. De ellos se vale Jesús para hacer una comparación entre el
Padre del cielo y los padres de la tierra. Antes se refirió a la relación con
un “amigo”, ahora dirige la atención a una relación mucho más profunda, que es
la que se da entre un “padre” y su “hijo” pequeño.
Humanamente hablando resulta inconcebible que un padre, si su hijo
le pide algo de comer, le va a engañar dándole algo peligroso o nocivo para su
salud. Por eso pregunta Jesús: ¿Quién de ustedes que sea padre, si su hijo
le pide pescado, en vez de pescado le va a ofrecer una culebra?; y si le pide
un huevo, ¿le va a ofrecer un alacrán?
La respuesta a la contraposición de Dios con los padres de la
tierra, resalta la conclusión de la parábola: Si ustedes, malos como son, saben
dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará Espíritu
Santo a los que se lo pidan! Su
generosidad es incomparable, por eso no solamente dará cosas buenas al que se
las pide, sino que dará el don más apreciable, su propio Espíritu. Es el don por excelencia que se ha de
pedir y que ciertamente se obtiene con la oración: el Espíritu que nos libera,
que inspira claridad para ver los acontecimientos de la vida a la luz de Dios,
junto con empeño y fortaleza en las dificultades para poner amor en todo lo que
vivimos.
Como conclusión se puede decir, entonces, que el amor de padre (o
de madre) es en sí la verdadera parábola que usa Jesús para hacernos ver que
Dios nos ama como el más paternal de los padres y la más maternal de las
madres; ama gratuitamente, no por nuestros méritos; ama siempre, no unas veces
sí y otras no; no puede dejar de amar, no engaña ni defrauda.
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