viernes, 13 de septiembre de 2019

Saca primero la viga de tu ojo (Lc 6, 39-42)

P. Carlos Cardó SJ
Parábola de los ciegos, óleo sobre madera de Pieter Bruegel el Viejo (1568), Museo Nacional de Capodimonte, Nápoles, Italia
Jesús les puso también esta comparación:"¿Puede un ciego guiar a otro ciego? Ciertamente caerán ambos en algún hoyo. El discípulo no está por encima de su maestro, pero si se deja formar, se parecerá a su maestro. ¿Y por qué te fijas en la pelusa que tiene tu hermano en un ojo, si no eres consciente de la viga que tienes en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: ''Hermano, deja que te saque la pelusa que tienes en el ojo'', si tú no ves la viga en el tuyo? Hipócrita, saca primero la viga de tu propio ojo para que veas con claridad, y entonces sacarás la pelusa del ojo de tu hermano."
La lección central de lo dicho por Jesús en su sermón del llano, tal como lo refiere Lucas en el capítulo 6, es su mandamiento que encierra la perfección (cf. Mt 5, 48): Sean misericordiosos como vuestro Padre celestial es misericordioso. Lo que viene ahora es una serie de transgresiones de ese mandamiento esencial y sus consecuencias.
La primera es la del falso guía que enseña otras cosas, no las que ha recibido de su Maestro: es guía ciego y falso maestro. La luz la da el mandamiento del Señor: el amor misericordioso. Quien olvida esto es ciego. En tiempos de Jesús, los guías eran los fariseos y escribas que proponían la observancia de la ley como el medio de la salvación. Para Lc, guía ciego es el cristiano de la comunidad que, sin misericordia, juzga y descalifica, excluye y condena a los demás. No tiene la misericordia como norma de su vida y no obstante pretende guiar a otros.
De hecho el único Maestro y guía es el Señor. Al discípulo le basta con ser como su maestro, es decir, le basta con asimilar y transmitir sus enseñanzas. Él es la luz, nosotros la reflejamos. Si nos dejamos tocar por su misericordia, nos hacemos misericordiosos.
El discípulo no es más que su maestro… Lo que él enseña es lo que ha recibido, no puede olvidarlo ni intentar enseñar otras cosas. Probablemente en la comunidad de Lucas había tendencias que preferían otras doctrinas basadas en revelaciones personales o en conocimiento esotéricos (gnosis), por considerarlas medios más seguros de salvación.
También ahora puede ocurrir cuando se atribuye mayor seguridad a las ciencias (economía, política, ciencias sociales) para llevar a los hombres a la felicidad. Pero eso es falso porque la salvación –en términos de realización plena e integral de las personas– sólo puede recibirse como el don del amor misericordioso y omnipotente de Dios, revelado en Jesucristo. Las ciencias, los saberes ayudan a profundizar y a aplicar ese mensaje de salvación a las distintas áreas de la realidad; pero la salvación no es un saber, no es ideología. La tentación de siempre es no fiarse de Dios, buscarse otros dioses más eficaces, salvarse a sí mismo.
Otra forma de traicionar el evangelio es la de quien conoce sus valores pero, en vez de aplicárselos a sí mismo, los manipula para criticar, juzgar y condenar la conducta de los otros. La moral, entonces, en vez de salvar causa daño, porque en vez de dejarme convertir por ella, la uso para atacar al otro, para vengarme, para derramar mis celos y mis envidias, mis rencores y resentimientos.
¡Hipócrita! A la crítica y chismorrería malsana que usa la verdad y los valores morales para atacar a los demás hasta quitarles su honor, se debe imponer la autocrítica. Ella me hará descubrir mi falta de misericordia, librará mi ojo enfermo de la viga que lo ciega y me hará capaz de valorar al otro, acogerlo, dialogar y ayudarle a sacar la paja que tiene en su ojo.
Dejarle a Dios el puesto que le corresponde. No pretender sustituirlo, haciéndome juez de vivos y muertos. Hipócrita no significa en primer lugar falsía o mentira; significa protagonismo. Hace referencia al personaje del teatro griego que respondía al coro. En el lenguaje del evangelio es la pretensión del fariseo que busca su propia gloria, ambiciona los primeros lugares, ser el centro, ponerse en el puesto de Dios y desde ahí juzgar y despreciar a los pecadores.
Pues bien, ante Dios todos somos pecadores y publicanos. La única manera de corregir al prójimo para que no degenere en conflicto o endurezca más al otro en su error, es la que comienza por curar el propio ojo con que se ve, para poder ver a mi prójimo como objeto de misericordia. Sólo si el otro se siente comprendido podrá cambiar.

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