martes, 17 de septiembre de 2019

El hijo de la viuda de Naím (Lc 7, 11-17)

P. Carlos Cardó SJ
Resurrección del hijo de la viuda de Naím, óleo sobre lienzo de Jean-Baptiste Wicar (1816), Palacio de Bellas Artes de Lille, Francia
En aquel tiempo, iba Jesús camino de una ciudad llamada Naín, e iban con él sus discípulos y mucho gentío. Cuando se acercaba a la entrada de la ciudad, resultó que sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era viuda; y un gentío considerable de la ciudad la acompañaba.Al verla el Señor, le dio lástima y le dijo: "No llores." Se acercó al ataúd, lo tocó (los que lo llevaban se detuvieron) y dijo: "Muchacho, a ti te lo digo, levántate!".El muerto se incorporó y empezó a hablar, y Jesús se lo entregó a su madre. Todos, sobrecogidos, daban gloria a Dios, diciendo: "Un gran Profeta ha surgido entre nosotros. Dios ha visitado a su pueblo".La noticia del hecho se divulgó por toda la comarca y por Judea entera.
Se puede decir que este relato de Lucas destaca más la misericordia que el poder mismo de Jesús de hacer retornar a la vida a un joven. Presenta a Jesús como el portador de la misericordia de Dios para su pueblo, portador de vida y auxilio del afligido.
Nahím en hebreo significa vergel, jardín hermoso. Pero lo que ve Jesús al entrar en ese pueblo no es un jardín de delicias sino de desdicha. Lo que encuentra no es vida, sino muerte, un cortejo fúnebre.
En medio del sepelio se destaca la protagonista del relato, una viuda. En la sociedad judía de entonces, la seguridad de la mujer era el varón; sin él, quedaba indefensa y desvalida. La mujer del relato ya no tiene ni siquiera al hijo que la sostenga. En la Biblia, la viuda junto con los niños y los extranjeros son los preferidos de Dios, que los cuida y defiende (cf. Sal 68, 5; Dt 10, 18). Por eso, la religión agradable a Dios consiste en hacer el bien, buscar el derecho, proteger al oprimido, socorrer al huérfano y defender a la viuda (Is 1, 17).
Conviene observar que es la primera vez que el evangelio de Lucas designa a Jesús con el título griego de Kyrios, Señor, que encierra una confesión de fe. Jesús, el Kyrios, es quien restituye a los hijos a la vida. El título de Adonai, que los hebreos atribuían a Dios, destacaba la idea de poder y dominio soberano, equivalía a señor en el sentido de amo, gobernante. En el evangelio, en cambio, Jesús es Señor porque es un Dios que se conmueve, un Dios, con corazón.
Conmovido, pues, por la situación de la mujer, Jesús la ve y le dice: No llores más. Él sabe que es natural que llore, pues no hay mayor dolor que el de una madre o un padre que deben enterrar al hijo. El dolor y llanto que a todos causa una muerte así, abruman a esta mujer. Y Jesús lo ve y lo siente en sus entrañas. Siempre se mostró sensible ante el sufrimiento de los demás, como cuando se conmovió ante la multitud hambrienta o llorará ante la tumba de su amigo muerto o al prever la tragedia de Jerusalén.
El llanto cubre como un velo la desesperanza por lo irremediable. Entonces, el llanto pugna por expresar lo que las palabras ya no pueden. De esa desesperanza, del llanto amargo y fatalista Jesús nos libera. No quiere, como dice San Pablo, que los creyentes se aflijan como los que no tienen esperanza (1 Tes 4, 13). La fe en Cristo infunde esperanza en la victoria suprema sobre la muerte.
Dice a continuación el relato que Jesús se acercó y tocó el ataúd. Dios en su Hijo se ha aproximado hasta el fondo de nuestra miseria, ha tocado nuestro dolor y nuestro destino de muerte. Tocando el leño de la cruz vencerá definitivamente a la muerte.
Muchacho, a ti te lo digo, levántate, le ordena Jesús. Le dirige la palabra creadora que de la muerte suscita vida. En ella está todo su poder salvador, que nos lleva a decir: Yo espero en el Señor con toda mi alma y confío en su palabra (Sal 130,5).
Señala el texto que el joven revivido, simplemente se incorporó –pálido reflejo del Cristo que sale victorioso de la tumba– y se puso a hablar. El hablar, el poder de comunicarse, es una característica del ser humano. Sólo la persona humana tiene la capacidad de comunicarse mediante la palabra y por eso es imagen y semejanza de Dios que, por ser amor, es esencialmente relación, comunicación.
El pecado rompe en el ser humano la imagen de Dios y encierra al sujeto en sí mismo. El joven del relato padecía la muerte, que en la Biblia es consecuencia del pecado de la humanidad. La liberación que Cristo le aporta se simboliza en el devolverle la capacidad de relacionarse mediante la palabra: se puso a hablar.
El asombro cunde entre la gente. Interpretan el signo no sólo como un favor a la viuda y a su hijo, sino a todo el pueblo. Ven en Jesús la presencia del poder de Dios que ha visitado a su pueblo. Y la noticia se propagó, la buena noticia de que la muerte ha sido vencida.
Este evangelio nos toca en nuestras tristezas, miedos y desesperanzas. Para todo el que llora, para todo el que muere, Jesús es el Kyrios Vencedor.

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