P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Cuando venga el Paráclito, que yo les enviaré a ustedes de parte del Padre, el Espíritu de la verdad que procede del Padre, él dará testimonio de mí y ustedes también darán testimonio, pues desde el principio han estado conmigo. Les he hablado de estas cosas para que su fe no tropiece. Los expulsarán de las sinagogas y hasta llegará un tiempo cuando el que les dé muerte creerá dar culto a Dios. Esto lo harán, porque no nos han conocido ni al Padre ni a mí. Les he hablado de estas cosas para que, cuando llegue la hora de su cumplimiento, recuerden que ya se lo había predicho yo".
Jesús se va y promete el Espíritu. Se le llama “Consolador”, es
decir, el que está con el solo. Y “Defensor” o “Abogado” porque está junto a
quien comparece ante un juicio, para ayudarle en su defensa. Tiene cierta
equivalencia con el Ruah del Antiguo
Testamento, que es viento, fuerza, y
designa ante todo el poder y energía de Dios, que crea, sostiene, inspira y
conduce todo.
Por lo que dice Jesús, es para nosotros el Espíritu de la verdad
que procede de Dios, y que es Dios, no un concepto, ni una fórmula, sino el ser
mismo divino que ha dado existencia a todo y conduce la historia a su plenitud.
Lo reconocemos en la fuerza interior que infunde dinamismo al mundo, empuja
para que todo crezca y se multiplique la vida, alienta todo el despliegue
histórico hacia la justicia y la unidad. Es el Espíritu que, respetando nuestra
libertad, nos mueve en dirección del amor, y nos hace ser más nosotros mismos,
es decir, imágenes de Dios, hijos o hijas suyos queridos.
Cristo permanece en su Iglesia de manera personal y efectiva por
el Espíritu Santo que envía sobre los que creen en Él. Por eso dice a sus
discípulos antes de partir que no los dejará solos sino que volverá con ellos, y
por el Espíritu establecerá una comunión de amor con Él, con su Padre y con
todos.
Creer en el Espíritu Santo es asumir con responsabilidad la
corriente de la historia hacia la que Él sopla y empuja. No ir en esa dirección
o desinteresarse de ella es pecar contra el
Espíritu. Y no creer en el Espíritu es, en definitiva, apagar la
esperanza, lo que nuestra humanidad más
necesita.
Después de prometer su Espíritu y su apoyo constante, Jesús advierte
a los suyos que pasarán por pruebas, incomprensiones y persecuciones, pero no
deben perder la fe: que no se
escandalicen. El primer escándalo lo sufrirán con la crucifixión, pues
verán a su Maestro como un fracasado. Luego vendrán las consecuencias de
seguirlo.
La primera será que los expulsarán de la sinagoga. Fue
la experiencia dolorosa de la primitiva iglesia; sus miembros, casi todos judíos,
fueron excomulgados de la casa de oración, en la que los judíos, desde su
vuelta del exilio, se reunían fraternalmente y afirmaban su identidad de pueblo
escogido de Dios. Sufrieron persecuciones violentas por quienes se atribuían, para
ellos solos, el nombre de judíos. A ellos perteneció Saulo de Tarso y los
fariseos que quisieron dar muerte a los miembros de la secta de los cristianos,
comenzando por Esteban. A ellos se
refiere el evangelista San Juan cuando habla de “los judíos”.
A partir de entonces ha sido ininterrumpida la serie de
hostilidades y persecuciones que ha sufrido el cristianismo y los cristianos
por la razón de estado, por voluntad de los poderosos, por defensa del orden
establecido –casi siempre inicuo– y hasta en nombre de la moral y de Dios: Creerán
que honran a Dios. Pero la historia irá demostrando al mismo tiempo que
todo ha sido por honrar a dioses fabricados
según los intereses de los hombres.
Asimismo, en la base de todas las violencias religiosas –que son
las más aberrantes– está la pretensión absolutista de querer imponer una imagen
falseada del único Dios. Obran así porque
no han conocido, dice San Juan, al Dios revelado en Jesucristo como Padre
de todos, fuente y dador de vida, amor del que brota todo amor verdadero. La
ignorancia del amor de Dios que nos hace hijos, capaces de vivir como hermanos,
causa el mal y la violencia en el mundo.
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