P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Me voy ya al que me envió y ninguno de ustedes me pregunta: '¿A dónde vas?'. Es que su corazón se ha llenado de tristeza porque les he dicho estas cosas. Sin embargo, es cierto lo que les digo: les conviene que me vaya; porque si no me voy, no vendrá a ustedes el Paráclito; en cambio, si me voy, yo se lo enviaré. Y cuando él venga, establecerá la culpabilidad del mundo en materia de pecado, de justicia y de juicio; de pecado, porque ellos no han creído en mí; de justicia, porque me voy al Padre y ya no me verán ustedes; de juicio, porque el príncipe de este mundo ya está condenado".
Jesús retorna a su Padre. Se cumple el designio trazado desde
antiguo por Dios en favor de la humanidad. Toda la visión que tiene san Juan en
su evangelio acerca del significado y obra de Jesucristo se desarrolla como un
movimiento o dinamismo de descenso y ascenso. La vuelta al Padre es culminación
de la revelación y glorificación final del Hijo.
Sin embargo, los discípulos se llenan de tristeza ante la partida
de su Maestro, y Él se los hace ver: La tristeza se ha apoderado de ustedes.
No comprenden el sentido de su retorno al Padre, que inaugura su nueva forma de
existencia. Si antes Jesús estuvo con
ellos, en adelante estará en ellos.
Pero eso lo entenderán después; ahora sólo experimentan un sentimiento de
orfandad.
La partida física de Jesús es condición para su permanencia
continua en el Espíritu. Por eso les dice: les conviene que yo me vaya porque, si no me
voy, el Espíritu Consolador no vendrá a ustedes; pero si me voy, lo enviaré. En el Espíritu, por la fe y el amor
que Él pondrá en sus corazones, ellos sabrán discernir su presencia en los
signos que ese mismo Espíritu les hará sentir en su interior: alegría y paz,
consuelo y fortaleza, claridad y sentido de lo que agrada a Dios. De ese modo,
la vuelta de Jesús al Padre no deja huérfanos a los que lo siguen.
El Espíritu es el amor que une al Padre y al Hijo y que se
desborda hasta nosotros y nos abraza. Procede de ambos y es el mismo ser divino
que viene a nosotros como el don por excelencia del Hijo. Así, el Espíritu
Santo nos hace partícipes de su divinidad.
La tentación del cristiano es percibir el tiempo presente, que ya
no es el tiempo de la presencia física del Señor, ni el de su segunda venida en
gloria, como si fuera un tiempo pobre, vacío de los bienes que Jesús ofreció
mientras vivió en Palestina. Pero el hecho es que todos esos bienes de entonces
siguen disponibles para nosotros hoy por medio del Espíritu, que permite estar
en una comunión con Cristo más íntima aún que la que tuvieron sus
contemporáneos.
El evangelio hace ver así mismo que otra de las funciones que el
Espíritu Santo ejercerá en favor nuestro es la de hacernos capaces de discernir
bien lo que es de Cristo y lo que se le opone. Da testimonio de Cristo frente
al mundo. Inculca la sabiduría necesaria para no dejarse engañar. Hace
distinguir lo falso, que es el modo de vida que el mundo ofrece como felicidad
y éxito. Eso es lo que en el lenguaje de san Juan significa convencer
al mundo con relación al pecado, a la
justicia y al juicio. Convencer significa “acusar”, poner de
manifiesto el error del mundo.
En lo referente al pecado porque no creen en mí. El
mundo y los que son del mundo rechazan el amor de Dios manifestado en Jesús.
Cerrándose en sí mismos, no pueden actuar conforme al amor. El Espíritu Santo
hace ver el pecado que esclaviza y daña al ser humano casi siempre bajo
apariencia de bien, pero en realidad ofreciendo valores vanos e inconsistentes.
En lo referente a la justicia: El Espíritu hace obrar a los
discípulos conforme a la justicia y no deja que se dobleguen ante el mundo, por
más que éste pugnará por hacerles seguir sus dictámenes, proyectos y atractivos
como si fueran lo acertado y lo más conveniente. Así, pues, pone de manifiesto quién
tiene la razón.
Y en lo referente al juicio. Obrando conforme al Espíritu de
Jesús, los discípulos atraerán contra sí el odio del mundo que los juzgará; pero,
en realidad, serán ellos los que lo juzgarán y el mundo resultará condenado. El
Espíritu hará ver que Dios condena el pecado, pero salva al pecador.
En resumen, el Espíritu Santo nos capacita para ver los errores,
mentiras y engaños del mundo, para denunciar las maldades y, a la vez, captar y
anunciar lo que es justo, bueno y verdadero. Libera del mal y muestra la
voluntad de Dios.
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