P. Carlos Cardó SJ
Cuando Judas salió, Jesús dijo: «Ahora es glorificado el Hijo del hombre y Dios es glorificado en él. Por lo tanto, Dios lo va a a introducir en su propia Gloria, y lo glorificará muy pronto. Hijos míos, yo estaré con ustedes por muy poco tiempo. Les doy un mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros. Ustedes deben amarse unos a otros como yo los he amado. En esto reconocerán todos que son mis discípulos, en que se amen unos a otros».
La liturgia de hoy nos ofrece un fragmento del discurso de
despedida de Jesús en la Última Cena. Hay en ella un clima profundamente
humano, Jesús se ha reunido por última vez con sus más íntimos y en esa
intimidad quiere que entiendan que su pasión y muerte, van a ser la expresión
máxima de su amor (Jn 13,1) y del
amor de su Padre por nosotros. Jesús no solamente da testimonio del amor con
que el Padre ama, sino que, en su persona, en su vida y en su muerte, realiza
el amor salvador de Dios, gracias al cual obtenemos lo que no podemos darnos a
nosotros mismos: la vida plena, inmortal, que es comunión con Dios y
participación en su misma vida.
Jesús, es el don del Padre a la humanidad, procede de lo alto, es Dios
encarnado. Por Él nuestra naturaleza humana es elevada hasta alcanzar la
naturaleza divina. Ya no hay un abismo infranqueable entre los seres humanos y
Dios. Por medio de la humanidad de su Hijo, Dios ha querido incorporar nuestra
humanidad en su propio ser, ha realizado su deseo de tenernos con Él y en Él
para siempre. Por Cristo, verdadero Dios y hombre como nosotros, el ser humano entra
en una situación renovada, la de una humanidad nueva de hijos e hijas de Dios, destinados
como Jesús a pasar de este mundo a Dios y ser para siempre semejantes a Él. Y así
se manifiesta la gloria del Padre, que es vida nuestra, y la gloria del Hijo
lleno de gracia y de verdad.
En este contexto de la manifestación de la gloria de Dios y de su
Hijo, Jesús dice: Les doy un mandamiento nuevo: ámense como yo los he amado. Su
lógica es sorprendente: “si yo los he amado, ámense ustedes”. No concluye:
ámenme a mí como yo los amo a ustedes, o amen a Dios. No. Hace la misma afirmación
(repetida hasta tres veces en el discurso de la Cena) que su discípulo Juan
señalará en su carta: Si Dios nos amó
así, también nosotros debemos amarnos unos a otros (1Jn 4,11).
Los diez mandamientos ya los había resumido Jesús en dos: Amarás
al Señor sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo. Ahora los sintetiza
en uno solo: ámense como yo los he amado. Pero no es una ley, es un don: porque Él nos ha amado primero,
nosotros podemos amarnos unos a otros. Este don de su amor es lo que nos hace vivir
la vida auténtica y verdadera, la vida de hijos e hijas de un mismo Padre, y vida
de hermanos y hermanas.
Por consiguiente, la respuesta al mandamiento del amor sólo es
posible si se tiene la experiencia de que Dios nos ha dado antes este amor. Así
es en realidad: para amar hay que saberse amado. Y nosotros hemos conocido y creído (confiado en) el amor que Dios nos
tiene (1 Jn 4,16). Conocer agradecidos el amor que Dios nos tiene, cimentar
en Él nuestra confianza y el aprecio que debemos tener de nosotros mismos, eso
es lo que nos hace capaces de amar a los demás y ver el rostro de Dios en el
rostro del prójimo cualquiera que sea, porque todo prójimo es un hijo o hija de
nuestro Padre del cielo.
Edith Stein, la filósofa judía, mártir cristiana de Auschwitz, lo
dijo certeramente en uno de sus escritos: “Si Dios está en nosotros y si Él es
el Amor, no podemos hacer otra cosa que amar a nuestros hermanos. Nuestro amor
a nuestros hermanos es también la medida de nuestro amor a Dios. Pero éste es
diferente del amor humano natural. El amor natural nos vincula a tal o cual
persona que nos es próxima por los lazos de sangre, por una semejanza de
carácter o incluso por unos intereses comunes. Los demás son para nosotros
“extraños”, “no nos conciernen” … Para el cristiano no hay “hombre extraño”
alguno, y es ese hombre que está delante de nosotros quien tiene necesidad de
nosotros, quien es precisamente nuestro prójimo; y da lo mismo que sea o no
pariente nuestro, que lo “amemos” de manera natural o no, que sea “moralmente
digno” o no de nuestra ayuda”. (Edith
Stein, filósofa crucificada, Sal Terrae, Santander 2000).
Ámense como yo los he amado.
Es la síntesis perfecta de lo que Jesús nos ha querido enseñar. Por estas
palabras sabemos que no se puede llegar a Dios si no se ama a los hijos e hijas
de Dios. Jesús no nos ha
enseñado únicamente una doctrina sino, ante todo, un comportamiento, el suyo
propio, caracterizado por el amor que llega hasta dar la vida.
Por esto dice Jesús que el distintivo de los cristianos es el amor
al prójimo. En esto conocerán que son mis discípulos: si se aman como yo los he
amado. Mi fe no puede acreditarse como creíble ni
mantenerse largo tiempo sin unas señales concretas de mi amor y solidaridad. Amar
al prójimo es amar al Señor. Quien quiera amar a Dios, que ame a su prójimo.
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