P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, envió Jesús a los Doce con estas instrucciones: "Vayan y proclamen por el camino que ya se acerca el Reino de los cielos. Curen a los leprosos y demás enfermos; resuciten a los muertos y echen fuera a los demonios. Gratuitamente han recibido este poder; ejérzanlo, pues, gratuitamente. No lleven con ustedes, en su cinturón, monedas de oro, de plata o de cobre. No lleven morral para el camino ni dos túnicas ni sandalias ni bordón, porque el trabajador tiene derecho a su sustento.
Cuando entren en una ciudad o en un pueblo, pregunten por alguien respetable y hospédense en su casa hasta que se vayan. Al entrar, saluden así: 'Que haya paz en esta casa'. Y si aquella casa es digna, la paz de ustedes reinará en ella; si no es digna, el saludo de paz de ustedes no les aprovechará. Y si no los reciben o no escuchan sus palabras, al salir de aquella casa o de aquella ciudad, sacúdanse el polvo de los pies. Yo les aseguro que el día del juicio, Sodoma y Gomorra serán tratadas con menos rigor que esa ciudad".
Jesús quiere continuar su obra por medio de sus apóstoles y
discípulos, a quienes elige y envía en misión. Queda claro que no son ellos los
que eligen, ni son elegidos por sus méritos propios. La Iglesia, en ellos
representada, sólo existe para cumplir la misión de Jesucristo con toda
fidelidad.
Aparece al comienzo del texto un dicho de Jesús acerca de la
preferencia de los miembros del pueblo de Israel como primeros destinatarios del
mensaje evangélico. Esta preferencia corresponde a la primera percepción que
tuvo Jesús de su misión como centrada en Israel, y que le hizo decir: No he sido enviado más que a las ovejas
perdidas de la casa de Israel (Mt 15, 24). Y así fue hasta que la negativa
del pueblo judío a seguirlo y la hostilidad que sus jefes desarrollaron contra
Él le llevaría a ampliar su perspectiva hasta el mundo de los paganos y dar
alcance universal a su anuncio de la salvación: Vayan y hagan discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el
nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo (Mt 28, 19).
Son las dos fases sucesivas que tuvo su actividad pública y la de
la primitiva comunidad cristiana: primero la llamada al pueblo de Israel y
después la apertura al mundo pagano, entendida por la primera comunidad como
voluntad expresa del Señor resucitado. Jesucristo es, pues, el Mesías esperado
de Israel y es el salvador y señor del mundo.
Las instrucciones que Jesús da sus enviados tienen que ver con lo
que deben decir y hacer. Deben proclamar
no una ideología, ni simplemente una doctrina o una moral sino la buena noticia
de que el amor de Dios se ha revelado y se ofrece como salvación para todos. Han
de anunciar la cercanía del reinado de Dios con su amor y justicia. Las obras
que acompañarán el anuncio deben hacer ver que se ha iniciado ya la era
mesiánica, el tiempo del encuentro de la humanidad con Dios en un mundo
transformado por la fraternidad, la paz y la justicia.
Sanar enfermos, resucitar muertos, limpiar leprosos y expulsar
demonios son
las mismas acciones que Jesús realizaba, a través de las cuales se podía
advertir que el reinado de Dios ya había venido con Él. Asimismo, la palabra
que Él dirigía al pueblo, la seguirán proclamando sus discípulos y será como
semilla sembrada en la historia, que brotará y crecerá hasta alcanzar su
plenitud en el reino de libertad y de vida.
Den gratis lo que gratis recibieron,
les manda Jesús a sus enviados. La
gratuidad es expresión y condición de la libertad. Por eso la tarea
evangelizadora se ha de realizar gratuitamente. Aparece así más clara la acción
de lo alto. La pobreza hace creíble el mensaje. La búsqueda de lucro, en
cambio, puede hacer que el dinero se convierta en el móvil principal del
evangelizador y puede pervertir el mensaje.
El evangelio promueve relaciones de gracia, amor y servicio, en
vez de relaciones basadas en interés y compraventa. La seguridad del apóstol
estará en el mensaje de que es portador y en la promesa de su Señor: Yo estaré con ustedes (Mt 28, 20). Obrando
así, experimentarán que hay más felicidad
en el dar que en el recibir (Hech 20, 35).
Las otras recomendaciones (no lleven oro ni dinero, ni morral, ni dos
túnicas, ni sandalias, ni bastón) apuntan a la disponibilidad total que
deben mostrar los enviados y a la libertad que han de tener frente a toda
atadura o dependencia o todo interés material, para que toda su seguridad
radique en la misión misma. Así, libres de todo, vivirán de la hospitalidad que
la gente buena les brinde y ellos, por su parte, aportarán a quienes los
reciban la paz, el Shalom de los
hebreos, que es la paz propia de la era mesiánica, el conjunto de los bienes de
la promesa.
Pero a quienes rechacen el mensaje del evangelio, no podrán hacer
otra cosa que advertirles –con el gesto de sacudirse el polvo de sus pies– que
pueden tener un final catastrófico, es decir, echar a perder su vida. Se entra
al Israel de Dios acogiendo el don de lo alto, o se queda fuera de la promesa.
No acoger el don de Dios es quedar privado de vida. Con ese gesto profético
ponen de manifiesto la separación que se ha producido.
En síntesis: Jesús llama y envía. Tiene necesidad de colaboradores
para dar continuidad a su misión de anunciar e instaurar el reino de Dios. Los
enviados por Él serán delegados suyos que transmitirán sus enseñanzas y
realizarán sus mismas obras buenas, pero sobre todo tendrán que procurar vivir
como Él vivió.
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