domingo, 8 de marzo de 2020

Homilía del II Domingo de Cuaresma - La transfiguración (Mt 17, 1-13)


P. Carlos Cardó SJ
La transfiguración de Cristo, óleo sobre lienzo de Lorenzo Lotto (1510 – 1512), Museo Villa Colorado Mels, Macerata, Italia
Seis días después, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte a un monte alto.A la vista de ellos su aspecto cambió completamente: su cara brillaba como el sol y su ropa se volvió blanca como la luz. En seguida vieron a Moisés y Elías hablando con Jesús.
Pedro tomó la palabra y dijo a Jesús: "Señor, ¡qué bueno es que estemos aquí! Si quieres, levantaré aquí tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías".
Estaba Pedro todavía hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y una voz que salía de la nube dijo: "Este es mi Hijo, el Amado; éste es mi Elegido, ¡escúchenlo!".
Al oír la voz, los discípulos se echaron al suelo, llenos de miedo.
Pero Jesús se acercó, los tocó y les dijo: "Levántense, no tengan miedo".
Ellos levantaron los ojos, pero ya no vieron a nadie más que a Jesús.
Mientras bajaban del monte, Jesús les ordenó: "No hablen a nadie de esta visión hasta que el Hijo del Hombre haya resucitado de entre los muertos".
La cuaresma nos hace recorrer el camino de Jesús a Jerusalén, donde va a ser entregado. En su recorrido, Jesús instruye a los Doce sobre el significado de su pasión y de su resurrección. Pero ellos no lo comprendieron y se quedaron desilusionados porque esperaban otro Mesías. Ahora Jesús quiere fortalecerles su fe, para que sean capaces de superar el escándalo de su cruz y puedan seguirle hasta el final.
Dice el evangelio que Jesús tomó aparte a Pedro, Santiago y Juan y los llevó a una montaña elevada. Son los tres discípulos que “tomará aparte” en el huerto de los Olivos (Mt 26, 37), donde serán testigos de aquella angustia mortal que le hará sudar gotas de sangre. Ahora a ellos les concede tener una vivencia deslumbradora de la gloria divina en su persona humana. Más tarde, a la luz de la resurrección, comprenderán que el Jesús que dejaron clavado en una cruz, era el Hijo predilecto del Padre, cuya persona resplandeció ante sus ojos un día inolvidable.
Mientras en el Antiguo Testamento, las manifestaciones de Dios se realizaban a través de elementos de la naturaleza, como el monte, la nube y la luz, ahora, en la transfiguración, es la naturaleza humana de Jesús la que aparece manifestando el resplandor de la gloria de Dios. No es Dios que desciende, sino el hombre que asciende y participa de la gloria de Dios.
Los discípulos, atónitos, ven que se les revela una dimensión oculta de Jesús que los deja sin palabras. Su persona luminosa, fulgurante, les lleva a decir simplemente que su rostro brillaba como el sol y sus vestidos se volvieron  blancos como la luz. Cuando uno se pone ante el misterio de Dios, y éste se le revela en el fondo del alma, uno simplemente enmudece, adora en silencio.
Se les aparecieron también Moisés y Elías. Esto quiere decir que Jesús realiza la esperanza de los profetas, representada en Elías, el mayor de ellos, y lleva a plenitud la ley dada a Moisés, por medio de la nueva alianza que Dios establece con la entrega de su Hijo. Refiriéndose a este Jesús, Dios y hombre verdadero, San Pablo dirá: En él habita la plenitud de la divinidad corporalmente y de ella participamos (Col 2,9).
Pedro siente la tentación de quedarse en el monte y no seguir adelante en el camino, que sabe bien ha de terminar en la pasión de su Señor. Quiere permanecer en la visión y en el gozo, por eso su propuesta: Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Si quieres hago tres tiendas… Es la misma tentación del cristiano que quiere quedarse sólo en los aspectos más gozosos y fáciles, por así decir, de la vida cristiana y no asume el seguimiento radical del Señor que le puede llevar a donde no quiere ir.
Vino entonces una nube luminosa que los cubrió, y una voz desde la nube decía: Este es mi Hijo amado, en quien me complazco, escúchenlo. Es la voz que había resonado ya en el Bautismo de Jesús en el Jordán, cuando se abrieron los cielos y bajó sobre Él el Espíritu. Esa misma voz en el cielo responde a la pregunta: ¿Quién es Jesús? Confirma la confesión de Pedro: Tú eres el Cristo, Hijo de Dios, y confirma el camino de Jesús como Mesías Siervo que entrega su vida por amor a sus hermanos, cumpliendo la voluntad de su Padre. Jesús Siervo es el amado del Padre. La gloria divina resplandece en Él y resplandecerá sobre todo cuando sea levantado en la cruz.
¿Qué nos dice a nosotros hoy este pasaje tan lleno de símbolos? Los discípulos suben al monte con Jesús. En el monte Moisés trataba con Dios. En el monte de las bienaventuranzas, Jesús proclamó lo más central de su mensaje. En un monte realiza su transfiguración. Y en el monte del Calvario será elevado en una cruz para la salvación del mundo. Para el cristiano, subir al monte es subir a una mayor intimidad con Cristo, a una mayor generosidad en su compromiso cristiano, a una vida más coherente y fiel.
La luz, otro símbolo importante del relato, refulge en el rostro de Cristo y brillará también en los elegidos. Dice San Pablo que el cristiano contempla la gloria de Cristo y se va transformando de gloria en gloria (2 Cor 3,7-16), es decir, su vida cambia. La luz de la transfiguración fortalece el ánimo de los discípulos que había quedado ensombrecido con los anuncios de la pasión. Esa misma luz brilla para nosotros hoy y disipa nuestros temores y dudas, haciéndonos ver las dificultades y las pruebas con esperanza. En ti, Señor, está la fuente de la vida y en tu luz podemos ver la luz (Sal 36).
Todos, de una u otra manera, hemos tenido momentos de “percepción” de la presencia viva de Dios en nuestra vida, que han iluminado lo que podemos llegar a ser, son nuestras experiencias de Tabor, de transfiguración y actúan como referentes orientadores cuando viene la dificultad de la fe. “¡Cómo te contemplaba en tu santuario, viendo tu poder y tu gloria!” (Sal 63,3). “Recuerdo… cómo entraba en el recinto santo y me postraba hacia el santuario, entre cantos de júbilo y alabanza” (Sal 42,5).
El misterio de la transfiguración nos hace ver, en fin, que nunca el cielo está totalmente cubierto. La nube que cubre a los discípulos se abre con la voz que dice: Este es mi Hijo amado. Escúchenlo. Necesitamos oír su voz. Por eso venimos a la Eucaristía. Jesús se hace presente entre nosotros y nos dice: ¡Levántense, no tengan miedo!

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