P. Carlos Cardó SJ
Llegaron a la otra orilla del lago, que es la región de los gerasenos. Apenas había bajado Jesús de la barca, un hombre vino a su encuentro, saliendo de entre los sepulcros, pues estaba poseído por un espíritu malo.
El hombre vivía entre los sepulcros, y nadie podía sujetarlo, ni siquiera con cadenas. Varias veces lo habían amarrado con grillos y cadenas, pero él rompía las cadenas y hacía pedazos los grillos, y nadie lograba dominarlo. Día y noche andaba por los cerros, entre los sepulcros, gritando y lastimándose con piedras.
Al divisar a Jesús, fue corriendo y se echó de rodillas a sus pies. Entre gritos le decía: «¡No te metas conmigo, Jesús, Hijo del Dios Altísimo! Te ruego por Dios que no me atormentes».
Es que Jesús le había dicho: «Espíritu malo, sal de este hombre».
Cuando Jesús le preguntó: «¿Cómo te llamas?», contestó: «Me llamo Legión, porque somos muchos». Y rogaban insistentemente a Jesús que no los echara de aquella región.
Había allí una gran piara de cerdos comiendo al pie del cerro. Los espíritus le rogaron: «Envíanos a esa piara y déjanos entrar en los cerdos». Y Jesús se lo permitió.
Entonces los espíritus malos salieron del hombre y entraron en los cerdos; en un instante las piaras se arrojaron al agua desde lo alto del acantilado y todos los cerdos se ahogaron en el lago. Los cuidadores de los cerdos huyeron y contaron lo ocurrido en la ciudad y por el campo, de modo que toda la gente fue a ver lo que había sucedido.
Se acercaron Jesús y vieron al hombre endemoniado, el que había estado en poder de la Legión, sentado, vestido y en su sano juicio. Todos se asustaron. Los testigos les contaron lo ocurrido al endemoniado y a los cerdos, y ellos rogaban a Jesús que se alejara de sus tierras.
Cuando Jesús subía a la barca, el hombre que había tenido el espíritu malo le pidió insistentemente que le permitiera irse con él. Pero Jesús no se lo permitió, sino que le dijo: «Vete a tu casa con los tuyos y cuéntales lo que el Señor ha hecho contigo y cómo ha tenido compasión de ti».
El hombre se fue y empezó a proclamar por la región de la Decápolis lo que Jesús había hecho con él; y todos quedaban admirados.
La escena se desarrolla en Gerasa, ciudad de la Decápolis pagana,
lugar donde no se conoce a Dios y el mal actúa libremente. Aun en lugares como ese
la acción salvadora de Cristo obtiene victoria. Jesús destruye de raíz el mal y
disipa nuestros miedos porque ha vencido al príncipe de este mundo, que tenía
el poder de la muerte.
Le
salió al encuentro un endemoniado. Fue hacia
él, no esperó a que lo llamara. Seguramente ha oído que libera a quienes el
espíritu del mal esclaviza, separándolos de Dios (porque es espíritu de
esclavitud), de los demás (porque es espíritu de violencia y división, el
demonio en la Biblia es el que divide), y de su yo auténtico (porque enajena,
es espíritu de mentira). Este pobre desgraciado viene del cementerio donde
habita, es decir, sale del lugar de la muerte, busca la vida. Simboliza a todos
aquellos que viven sometidos a fuerzas o poderes hostiles a Dios, “poseídos”
por realidades de este mundo que se les han vuelto verdaderos ídolos a los que
se someten (cf. 1 Cor 8,5), esperando
conseguir con ellos seguridad y felicidad pero se esclavizan y deshumanizan.
Llama la atención el contraste tan marcado que se da entre la
primera actitud del endemoniado: se
postró ante él, y el grito que da a continuación: ¿Qué tengo que ver contigo, Jesús, Hijo del Altísimo? No me atormentes.
La explicación la da el mismo texto: Es
que Jesús le estaba diciendo: Espíritu inmundo sal de este hombre. Hay,
pues, una inconsecuencia en el endemoniado. Ha buscado a Jesús, pero la
irracionalidad del espíritu que lo posee le impide hacer lo que podría
liberarlo. Tendría que dejar la violencia y la mentira a la que vive sometido,
pero le resulta una tortura, se
siente incapaz.
Nada, absolutamente nada en común hay entre Cristo y el mal. No hay
lugar para componendas. Pero el endemoniado se contenta con que no lo echen fuera de esa región. El nombre que se da –Legión– sugiere la idea de que se trata de una colectividad,
incluso quizá representa a todos aquellos que, víctimas de cualesquiera
demonios, viven una vida deshumanizada y no ponen los medios para dejarla.
Reconocen que su vida les hace vivir angustias de muerte, pero no dan el paso a
la victoria final que Cristo les ofrece. Prefieren suplicarle: Envíanos a los cerdos para que entremos en
ellos.
Se subraya la condición de vencido de Satán. Los demonios rogaban a Jesús. Y al mismo tiempo se señala que
los puercos, animales impuros,
inmundos, eran digna morada para ellos. Jesús les permitió entrar en ellos,
pero queda claro que el destino último de esas fuerzas del mal es el abismo: los cerdos se lanzaron al lago desde el
barranco… y se ahogaron.
A continuación ocurre algo sorprendente: mientras los demonios
suplican a Jesús que no los saque de aquel lugar y que los deje en los cerdos,
los gerasenos fueron donde Jesús y comenzaron
a suplicarle que se alejara de su territorio. La presencia de Jesús trae
cambios en la vida que pueden contradecir los propios intereses. Entonces se le
puede decir a Jesús como los gerasenos: mejor
vete, déjanos tranquilos.
Las curaciones, en particular, las expulsiones de demonios son signos
del poder de Dios en Jesús sobre todas las fuerzas del mal que trastornan el
orden de su creación y dañan a sus criaturas. Por eso son signos de la presencia
de su reino. Si expulso los demonios con
el dedo de Dios, es que el reino de Dios ha llegado a ustedes” (Mc 3).
Estas
acciones de Jesús se nos confían. Designó
a Doce, a los que llamó apóstoles, para que estuvieran con él y para enviarlos
a predicar con poder de expulsar demonios (Mc 3,15). Como Iglesia, todos
debemos contribuir en la medida de nuestras posibilidades a exorcizar los demonios que en nuestra sociedad atentan
contra la integridad de las personas, recortan su libertad, afectan su salud y despersonalizan.
Quien experimenta la salvación no puede sino despertar en otros la experiencia
de ser salvado.
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