P. Carlos Cardó SJ
Había entonces en Jerusalén un hombre muy piadoso y cumplidor a los ojos de Dios, llamado Simeón. Este hombre esperaba el día en que Dios atendiera a Israel, y el Espíritu Santo estaba con él. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no moriría antes de haber visto al Mesías del Señor.
El Espíritu también lo llevó al Templo en aquel momento. Como los padres traían al niño Jesús para cumplir con él lo que mandaba la Ley, Simeón lo tomó en sus brazos y bendijo a Dios con estas palabras: Ahora, Señor, ya puedes dejar que tu servidor muera en paz como le has dicho. Porque mis ojos han visto a tu salvador, que has preparado y ofreces a todos los pueblos, luz que se revelará a las naciones y gloria de tu pueblo, Israel.
Su padre y su madre estaban maravillados por todo lo que se decía del niño.
Simeón los bendijo y dijo a María, su madre: «Mira, este niño traerá a la gente de Israel ya sea caída o resurrección. Será una señal impugnada en cuanto se manifieste, mientras a ti misma una espada te atravesará el alma. Por este medio, sin embargo, saldrán a la luz los pensamientos íntimos de los hombres».
La presentación de Jesús en el
templo es relatada por Lucas como la manifestación de Jesús Mesías a Israel, que
aparece representado en los tres elementos característicos de su religiosidad: la
Ley (van a cumplir lo mandado por la ley), el Templo (presentación del Niño en el templo) y la profecía (representada en Simeón y
Ana).
Jesús-Mesías encarna y lleva a cumplimiento esos tres elementos. La
Ley: porque Él trae la nueva ley del amor, sello de la nueva alianza. El templo:
porque su cuerpo, roto en la cruz y resucitado al tercer día, es el verdadero
templo. La profecía: porque la gente lo reconocerá como un profeta pero Él dirá
que es más que eso, pues de Él hablan las Escrituras y en Él se cumple lo que anunciaron
las profecías.
El Templo ocupa un lugar central en la vida judía. Era
considerado el lugar donde resplandecía la gloria
de Dios, donde se tenía la certeza de estar en su presencia, mucho más que en
cualquier otra parte. Pero la entrada del Hijo del Altísimo, heredero del trono
de David, que reinará sobre la casa de Jacob para siempre (Lc 1, 32-33), se realiza de manera humilde y paradójica: entra en
el templo –la casa de su Padre– como un sometido más, como un hombre cualquiera
que tiene que cumplir la ley. Sus padres pagarán por su rescate la ofrenda de
los pobres, un par de tórtolas o dos pichones, aunque es Él quien viene a pagar
con su sangre el rescate de nuestras vidas.
Destaca en el relato la figura del anciano Simeón. Su nombre significa Yahvé ha oído. Representa al justo que oye
la Palabra y la acoge en su corazón. Representa al cristiano que es el “oyente
de la palabra”. Pero quien mueve a la
persona para la escucha de la palabra de Dios no es solamente su voluntad, sino
el Espíritu, que actúa en los corazones. Tres veces se le menciona referido a
Simeón: el Espíritu estaba con él…; el
Espíritu le había revelado que no moriría antes de haber visto al Cristo…; vino
al templo movido por el Espíritu… Simeón es por ello también figura del
Israel justo que aguarda el consuelo de Dios (Is 40), la liberación prometida
para el tiempo del Mesías.
Después de ver al Niño y reconocerlo como el Mesías, Simeón
expresa su gozo con un canto de alabanza a Cristo luz de las naciones. La Iglesia
reza este himno en la última oración del día, antes del descanso nocturno. En
él se expresa la actitud de confianza de quien, por acción del Espíritu en su
vida y por su adhesión a la Palabra, ha vencido el miedo a la muerte y vive
confiando en el Señor. El encuentro con el Señor libera de las sombras de la
muerte. Quien se encuentra con el Señor puede morir en paz.
María y José se admiran de lo que dice el anciano.
Viene después la profecía
que Simeón dirige a la Madre: Este Niño será
un signo de contradicción, una bandera discutida. Muchos se escandalizarán de él, no podrán resistirle y querrán
hacerlo desaparecer. Pero queda claro que ante Él habrá que definirse: a favor
o en contra. El que no está conmigo, está
contra mí está; y el que no recoge conmigo, desparrama, dirá (Lc 11,23).
El pasaje de la Presentación de Jesús en el tempo, y en especial
la figura de Simeón, dice mucho a la vida cristiana. Como él, el cristiano
procura ser justo, es decir, respetuoso de Dios para proceder de manera responsable
ante Él. El Espíritu es el que orienta sus relaciones con los demás y lo
mantiene coherente y auténtico en su opción personal por Cristo. Su corazón, en
fin, desborda de confianza porque sabe que el Señor es fiel y hará que sus ojos
vean su salvación.
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