P. Carlos Cardó SJ
Entonces se le acercaron los discípulos de Juan y le preguntaron: «Nosotros y los fariseos ayunamos en muchas ocasiones, ¿por qué tus discípulos no ayunan?».
Jesús les contestó: «¿Quieren ustedes que los compañeros del novio estén de duelo, mientras el novio está con ellos? Llegará el tiempo en que el novio les será quitado; entonces ayunarán».
Antes de este pasaje aparece Jesús y sus
discípulos comiendo en casa de un publicano; ahora los discípulos de Juan
Bautista los sorprenden comiendo en un día de ayuno. Juan los ha enviado a
seguir a Jesús, desde que lo señaló como el que era más grande que él, el Cordero
de Dios que quita el pecado del mundo. Pero estas actitudes de Jesús y lo que
enseña a sus discípulos los desconciertan. Por eso le preguntan: ¿Por qué nosotros y los fariseos ayunamos y tus
discípulos no ayunan?
Jesús responde situando la cuestión en otra
esfera de pensamiento: en la esfera de la revelación del amor salvador de Dios
ofrecido como gracia a todos los que escuchan su palabra y lo siguen. Su
presencia señala el cumplimiento del tiempo mesiánico, la venida del reino de
Dios, el tiempo nuevo de la realización de las promesas hechas por Dios a
Israel, tiempo de la fiesta de la nueva humanidad reconciliada.
Se debe, por tanto, celebrar y hacer fiesta. Jesús
lo dice con el proverbio: ¿Pueden acaso
llevar luto los amigos del novio mientras el novio está con ellos? La
situación de una fiesta nupcial excluye perentoriamente toda forma penitencial.
Los profetas previeron este tiempo y su corazón se llenó de alegría.
Recordemos, por ejemplo, a Isaías: “El
espíritu de Yahvé sobre mí porque me ha ungido; me ha enviado... para alegrar a
todos los afligidos de Sión y ponerles una corona en vez de cenizas, perfume de
fiesta en vez de trajes de luto, cantos de alabanza en vez de un corazón
abatido” (Is 61, 1-3)
Llegará un día en que les quitarán al novio, entonces
ayunarán, añade Jesús, anunciando su final. Les
quitarán al novio cuando sea
levantado en la cruz y elevado al cielo. Entre la alegría primera de su
presencia en la tierra y la consumación de la unión perfecta de la humanidad
salvada con Dios en el banquete nupcial del reino, transcurre el tiempo de la
espera.
Es tiempo de la vivencia de su presencia
interior resucitada, que alienta la espera de la pascua eterna. De momento
queda el símbolo de su cruz: en los crucificados. Y el signo eficaz de su
presencia viva en el partir el pan. Esos símbolos nos guían a la práctica de la
religión verdadera, y en particular al ayuno que quiere el Señor, que consiste
en partir el pan con el hambriento, dar casa al sin techo, vestir al desnudo,
romper las cadenas, quebrar todo yugo (Is
58, 6s.). Así nos encontramos con el esposo, hecho el último y el servidor
de todos.
Las pequeñas parábolas sobre lo viejo y lo
nuevo: no se puede coser un pedazo de tela nueva en un vestido viejo porque, al
encoger, hará un desgarrón mayor, ni se puede guardar vino nuevo en odres
viejos porque al seguir fermentando reventará los odres y todo se perderá, vienen
a subrayar la idea de que son incompatibles la religión nueva del corazón, que Jesús
enseña, y la religión legalista y puramente exterior del judaísmo.
El reino viene; a la novedad del anuncio debe
responder la novedad de la respuesta humana. Ésta no puede consistir en un
simple reformismo sino en una renovación radical y plena. Conviértanse, cambien de vida, porque el reino de los cielos ya está
cerca (4,17): este cambio profundo implica despojarse de las seguridades
del pasado y abrirse a la perspectiva de la fe que actúa en el amor.
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