P. Carlos Cardó SJ
Al volver los apóstoles a donde estaba Jesús, le contaron todo lo que habían hecho y enseñado. Jesús les dijo: «Vámonos aparte, a un lugar retirado, y descansarán un poco». Porque eran tantos los que iban y venían que no les quedaba tiempo ni para comer.
Y se fueron solos en una barca a un lugar despoblado. Pero la gente vio cómo se iban, y muchos cayeron en la cuenta; y se dirigieron allá a pie. De todos los pueblos la gente se fue corriendo y llegaron antes que ellos.
Al desembarcar, Jesús vio toda aquella gente, y sintió compasión de ellos, pues estaban como ovejas sin pastor. Y se puso a enseñarles largamente.
En estos
cuatro versículos tenemos toda una síntesis de vida cristiana.
Los apóstoles se reunieron con
Jesús. Estar con el
Señor, conocerlo para más amarlo y seguirlo es lo que define al cristiano.
Jesús atiende a sus discípulos, presta atención a lo que le cuentan del trabajo
que han realizado y los invita: Vengan
ustedes solos a un lugar deshabitado, para descansar un poco. Detrás de
estas palabras resuena el eco de aquellas otras que trae Mateo: Vengan a mí los que están cansados y
agobiados, que yo los aliviaré (Mt 11, 28).
Siempre hay que
procurar escuchar lo que dice Jesús como dirigido a nosotros hoy; sólo así la
Escritura es palabra eficaz, que toca nuestra situación y nos cambia. Hay que oír,
pues, su invitación a estar con Él, a saber “retirarnos” y descansar porque –consciente
o inconscientemente– podemos llevar una vida que deshumaniza: agitados, absorbidos
por el trabajo, en la búsqueda ansiosa de valores, que son útiles, sí, pero no esenciales.
Lo primero que se
perjudica son las relaciones personales, es decir, lo más hermoso y
satisfactorio que la vida nos da. Y lo mismo ocurre con Dios. Como toda
relación, la amistad con Cristo hay que cultivarla, hay que darse tiempo para estar
a solas con Él. Los tiempos que reservamos para la oración son los “lugares deshabitados”, de los que habla
el evangelio, espacios en los que nos apartamos de aquello que, desde el
exterior, nos desgasta y desorienta y accedemos a nuestro interior, donde tocamos lo esencial.
Se fueron, pues, ellos solos en
la barca, pero no lograron lo que buscaban, el descanso
que tenían pensado se les frustró. La multitud que va y viene, ansiosa por ver a Jesús, se
apresura y llega antes que ellos a la otra orilla. No les van a dejar tiempo ni
para comer. Jesús mira la situación y, en vez de reprocharles –con todo
derecho, por lo demás–, se conmueve. Él sabe bien que lo buscan para que les
ayude a vivir. Por eso no puede reprocharles su conducta ni defraudar la confianza
que tienen puesta en Él. Una vez más sus entrañas de pastor bueno se compadecen:
son como ovejas sin pastor (cf. Nm 27,17; Ez 34,5; Zac 13,7). Aprovecha
entonces el momento para seguir haciendo lo que siempre ha hecho: congregar,
unir (Mc 1,38s)… y se
puso a enseñarles con calma.
Queda así enmarcado el milagro de la multiplicación de los panes
que viene a continuación y definida la perspectiva desde la que hay que
interpretarlo: milagro y enseñanza, pan y palabra van unidos.
La imagen de Jesús conmovido ante la necesidad de la gente nos
hace apreciar lo más nuclear de su persona: Jesús fue alguien que supo amar de
verdad. Más aún, su amor no fue en Él un sentimiento circunstancial, que le
venía de vez en cuando, sino una realidad permanente que caracterizaba su
persona. La razón de fondo es que en el amor profundamente humano de Jesús se
revela su divinidad: su amor misericordioso es el amor mismo de Dios. Jesús es
la encarnación del amor con que Dios ama, cuida y alimenta a sus criaturas.
Por esta razón última, cristológica, el amor compasivo es centro y
esencia de la vida cristiana. El Papa Francisco no deja de repetirlo al
proponer como nota esencial de la Iglesia el llamado “principio misericordia”
que debe inspirar y unificarlo todo.
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