P. Carlos Cardó SJ
En aquella misma hora Jesús se llenó de júbilo en el Espíritu Santo y exclamó: "¡Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y a los entendidos, y las has revelado a la gente sencilla! ¡Gracias, Padre, porque así te ha parecido bien! Todo me lo ha entregado mi Padre y nadie conoce quién es el Hijo, sino el Padre; ni quién es el Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar".
Volviéndose a sus discípulos, les dijo aparte: "Dichosos los ojos que ven lo que ustedes ven. Porque yo les digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que ustedes ven y no lo vieron, y oír lo que ustedes oyen y no lo oyeron".
Los discípulos han sido enviados por Jesús a predicar y regresan
contentos por el éxito alcanzado. Jesús ser alegra y da gracias a Dios, su
Padre. Movido por el Espíritu Santo,
exclamó: Yo te alabo, Abba, Señor del cielo y de la tierra… Esta oración de
alabanza y acción de gracias refleja la intimidad con que se dirigía a Dios,
llamándole Abbá.
Pronunciada
por Él con toda su resonancia aramea, la palabra Abbá era el modo común como un hijo se dirigía a su progenitor; los
niños le decían abbí. Es palabra inequívocamente tierna y confiada para quien la
pronuncia y para quien la escucha. Quien la dice se identifica a sí mismo por
su íntimo parentesco con el otro. En el caso de Jesús, expresa el afectuoso
respeto con que se sitúa ante Aquel de quien procede. Hace ver que ante el
misterio de Dios, Jesús siente la máxima cercanía que un hombre es capaz de
experimentar.
Así trata a Dios y así nos enseña a tratarlo. Es lo más central de
cristianismo. Ya no hay cabida al miedo en la relación con Dios, porque el
miedo supone el castigo (1Jn 4, 18).
Otra cosa es el “temor de Dios, inicio de la sabiduría” (Prov 9,10) que es respeto amoroso y obediente. Ambas cosas, amor y
respeto, van siempre juntos. Jesús nos enseña a experimentar así a Dios: como ternura
de máxima intimidad y a la vez altísimo Señor de cielo y tierra, más íntimo a
mí que yo mismo y a la vez totalmente otro, misericordioso y justo, cuya
omnipotencia está siempre a nuestro favor y es capacidad de obrar por nosotros
mucho más de lo que podemos esperar y pedir.
Jesús alaba a su Padre
porque el establecimiento de su reinado, el señorío de su amor salvador sobre
todo lo creado, ha comenzado ya. Su fuerza transformadora se ha desplegado e
irá extendiéndose en su relación con nosotros y con el mundo. Actúa en quienes
se dejan conducir por el Espíritu de Jesús y es objeto de nuestra esperanza,
pues culminará en el tiempo fijado por Dios.
Este conocimiento de la voluntad salvadora de Dios es una gracia
que llena de esperanza a los humildes y sencillos, pero permanece oculta a los
sabios y entendidos de este mundo. Sencillos y humildes son los que ponen su
destino en manos de Dios con espíritu de confianza y entrega, seguros de que
Dios permanecerá con ellos para siempre, y enjugará toda lágrima de sus ojos (Ap
7,17; 21,4).
Sabios y prudentes según el mundo son, en cambio, los que nada
esperan ni de Dios ni de los demás, porque ponen su confianza en su propio
poder y en lo que tienen. Son los que se sirven y se guardan para sí mismos, quedándose
solos al final, con sus vidas vacías y sin promesa. No reconocen que la persona
humana sólo se logra a sí misma y se humaniza si se hace hijo de Dios y hermano
de su prójimo. Reconocerán finalmente que han construido sobre arena.
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