P. Carlos Cardó SJ
Jesús les dijo: "No todo el que me diga: ¡Señor, Señor!, entrará en el reino de Dios, sino el que haga la voluntad de mi Padre del cielo. Así pues, quien escucha estas palabras mías y las pone en práctica se parece a un hombre prudente que construyó su casa sobre roca. Cayó la lluvia, crecieron los ríos, soplaron los vientos y se abatieron sobre la casa; pero no se derrumbó, porque estaba cimentada sobre roca. Quien escucha estas palabras mías y no las pone en práctica se parece a un hombre sin juicio que construyó su casa sobre arena. Cayó la lluvia, crecieron los ríos, soplaron los vientos, golpearon la casa y ésta se derrumbó. Y todo fue un gran desastre".
A sus oyentes, que escuchan sus enseñanzas pero no las ponen en
práctica, Jesús les propone la parábola de dos hombres que construyen su casa de
diferente manera. El primero, considerado “prudente”, edifica firmemente sobre
roca, de modo que cuando vienen las tormentas, las crecidas de los ríos y los
fuertes vientos, la casa resiste por sus buenos cimientos. El segundo en cambio,
es un “necio” que construye en un terreno arenoso, sin las debidas
precauciones, y el resultado es lamentable porque la casa no soporta el embate
de los fenómenos atmosféricos y se viene abajo.
Los valores y enseñanzas de Jesús son el fundamento firme para una
vida bien construida; no tenerlos en cuenta es echarla a perder, “desgracia
grande”.
En la predicación y, sobre todo, en el ejemplo de vida de Jesús se
delinea una ética bien concreta, un modo recto de proceder, que vale tanto para
los cristianos como para toda persona que aspire a forjarse una vida verdaderamente
valiosa para sí y para los demás (Mt
28,19s). Jesús hace ver que para
lograr este proyecto de vida es importante interiorizar los valores, asumirlos
con el corazón, de lo contrario la persona no podrá actuar con convicción
cuando esté sometida a la presión de los propios impulsos, sufra frustraciones
o se vea envuelta por la multitud de “voces” que desde el exterior impactan en
su conciencia y pugnan por dirigir su conducta.
Jesús no busca únicamente que la persona sepa cuál debe ser la
recta ordenación moral de sus actos, sino que aprecie la validez de sus
enseñanzas, ponga en ellas el afecto de su corazón (es decir, procure que
movilicen su afectividad y sus sentimientos) de modo que la muevan desde su
interior, y no como imposiciones externas. Esta persona sabrá discernir en cada
circunstancia cuál ha de ser su modo de proceder y sabrá mantener un estilo de
vida coherente y ejemplar.
En la actualidad ya no se cree
–sobre todo entre los jóvenes– en doctrinas y discursos, y se ha perdido confianza en las
instituciones. Lo que convence es la coherencia y autenticidad de las personas,
más que las declaraciones de principios. Y eso fue lo que Jesús demostró. No
enseñó nada que primero Él no lo cumpliera. Nadie halló engaño en su boca (1 Pe 2,22), buscó servir y no ser
servido (Mt 20,28), y su integridad
de vida fue tan patente, que hasta sus adversarios reconocieron ante él: Maestro, sabemos que eres sincero, que
enseñas con verdad el camino de Dios y no te dejas influenciar por nadie, pues
no te fijas en las apariencias de las personas (Mt 22,16).
Con razón pudo decir a sus
discípulos, después de lavarles los pies –gesto que sintetiza lo más
característico de su persona–: Ejemplo
les he dado para que hagan lo mismo que yo he hecho con ustedes” (Jn
13,15).
La parábola de los dos constructores interpela al lector, le
induce a confrontarse con uno y otro para tomar conciencia de su realidad
actual. Además, el ejemplo de la casa construida a prueba de adversidades
naturales le mueve a pasar de la simple escucha de la palabra del evangelio a
ponerla decididamente en práctica. A fin de cuentas, las fuerzas que se
desencadenan contra la casa no son sólo las dificultades que uno puede
encontrar en la vida, sino la prueba de la autenticidad o inautenticidad que se
revelará al final de la existencia.
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