P. Carlos Cardó SJ
Jesús recorría todas las ciudades y pueblos, enseñando en sus sinagogas, proclamando la Buena Noticia del reino y sanando toda clase de enfermedades y dolencias. Viendo a la multitud, se conmovió por ellos, porque andaban maltrechos y postrados, como ovejas sin pastor. Entonces dijo a los discípulos: «La cosecha es abundante, pero los trabajadores son pocos. Rueguen, pues, al dueño de la cosecha que envíe trabajadores a recoger su cosecha».
Y llamando a sus doce discípulos, les dio poder sobre los espíritus inmundos, para expulsarlos y para sanar toda clase de enfermedades y dolencias. A estos doce los envió Jesús con las siguientes instrucciones: «No vayan a países de paganos, no entren en ciudades de samaritanos; diríjanse más bien a las ovejas descarriadas de la Casa de Israel. Y de camino proclamen que el reinado de Dios está cerca. Sanen enfermos, resuciten muertos, limpien leprosos, expulsen demonios. Ustedes lo recibieron sin pagar, denlo sin cobrar».
El relato destaca una de las actitudes más características de
Jesús: su compasión. Mateo la describe con las mismas expresiones empleadas en
el inicio de la multiplicación de los panes. El cuidado compasivo que Jesús
tiene por los pobres, lo va a comunicar a los que va a llamar y enviar. La vocación y la misión nacen de la
misericordia.
El cuadro es desolador:
la población vivía en la pobreza y la ignorancia. Y Jesús se conmovió. En
hebreo, “compadecerse” equivale a “rompérsele el corazón”. Es lo que siente Jesús ante toda miseria material y
espiritual.
A continuación sigue el relato del llamamiento de los Doce,
comparado a la cosecha: La mies es abundante, pero los trabajadores son pocos.
Esta alegoría resalta el
hecho de que la llamada y la misión no dependen de la iniciativa que tomen las
personas sino de la voluntad de Dios. Él es el dueño de la mies, Él es quien
llama a los trabajadores. La tarea es inmensa y Jesús necesita colaboradores.
Nos dice que debemos pedir para que los llamados respondan generosamente.
Jesús
se prolonga en el mundo por medio de sus discípulos, de ayer y de hoy: Como
el Padre me ha enviado, así los envío yo (Jn 20,21). Los apóstoles son unos enviados, representantes
de quien los envía; por eso los hace capaces de hacer lo que Él hacía: expulsar
espíritus impuros y curar toda clase de enfermedades y dolencias; y el
anuncio que harán es idéntico al suyo: el Reino de Dios está cerca (Mt 4,17; 10,7).
Es un grupo de pequeños artesanos y pescadores; lo más
desproporcionado para la tarea que habrá que realizar. De siete de ellos (Andrés,
Felipe, Bartolomé, Tomás, Santiago Alfeo, Tadeo, y Simón el fanático) apenas
sabemos algo. El primero es Simón, a quien Jesús llamó Cefas, piedra. Siguen Santiago
y Juan, hijos de un tal Zebedeo, designados en el evangelio de Marcos como “Boanerges”
(hijos del trueno), es decir, “violentos”. Hay otro Simón, conocido como el
“cananeo” por pertenecer al partido de los zelotas, que luchaban contra los
romanos. Del noveno de la lista, Leví, sabemos que era publicano, recaudador de
impuestos para los romanos, con quien una persona decente no se juntaba. Y el
último de la lista es Judas, el traidor.
Mucho
tendrá que trabajar Jesús para hacerles comprender su mensaje de amor, de
renuncia a los privilegios y al poder, su doctrina de servicio generoso y de
perdón aun a los enemigos. No hay entre ellos sabios o fariseos, ni nobles
saduceos de la casta sacerdotal de Jerusalén. No son cultos ni virtuosos
cumplidores de la ley. Son hombres comunes y corrientes. Los une la experiencia
que han tenido de la persona del Señor y el hecho de haber sido convocados por
Él.
La
convivencia entre ellos no debió ser fácil. No todos son personas honorables,
incluso resultan incompatibles entre sí. No obstante, ellos estuvieron con Jesús en todas las circunstancias de su vida,
vieron sus lágrimas por el amigo muerto, le observaron rezar a su Padre del
cielo, conmoverse en sus entrañas ante la multitud hambrienta, alegrarse por
sus triunfos apostólicos, estremecerse de angustia ante la inminencia de su
propia muerte. Poco a poco, ya no hubo secretos entre ellos y Él. Yo no los llamo siervos sino amigos, porque
un siervo no sabe lo que hace su señor (Jn 15,15).
El evangelio fue calando en su interior. Y más tarde,
cuando ya no recordasen al pie de la letra sus palabras, su modo de pensar y
actuar habrá pasado a hacerse carne y sangre en ellos. Y aun cuando se
encontrasen en situaciones nuevas, no vividas en su convivencia con Él, podían,
sin embargo, decir con toda seguridad cómo se hubiese comportado Jesús en cada
caso preciso.
Tan identificados se sentirán
los apóstoles con la persona y misión de Jesús que, llegado el momento, compartirán
también su destino redentor, entregando como Él su propia vida.
Los mismos sentimientos ante la multitud de ovejas sin pastor los tiene hoy Jesucristo. Y siguen siendo
pocos los obreros para la cosecha. Su palabra, la misma que dirigió a
sus discípulos, la escucho yo: Ven, sígueme, cuento con tu colaboración para sanar toda dolencia y anunciar el
Reino...
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