P. Carlos Cardó SJ
Este es el comienzo de la Buena Nueva de Jesucristo (Hijo de Dios). En el libro del profeta Isaías estaba escrito: «Ya estoy para enviar a mi mensajero delante de ti para que te prepare el camino. Escuchen ese grito en el desierto: Preparen el camino del Señor, enderecen sus senderos».
Es así como Juan el Bautista empezó a bautizar en el desierto. Allí predicaba bautismo y conversión, para alcanzar el perdón de los pecados. Toda la provincia de Judea y el pueblo de Jerusalén acudían a Juan para confesar sus pecados y ser bautizados por él en el río Jordán. Además de la piel que tenía colgada de la cintura, Juan no llevaba más que un manto hecho de pelo de camello. Su comida eran langostas y miel silvestre. Juan proclamaba este mensaje: «Detrás de mí viene uno con más poder que yo. Yo no soy digno de desatar la correa de sus sandalias, aunque fuera arrodillándome ante él. Yo los he bautizado con agua, pero él los bautizará en el Espíritu Santo».
Las
primeras palabras del evangelio de Marcos pueden verse como el título de la
obra: “Evangelio de Jesucristo, el
Hijo de Dios”; pero hay mucho más en ellas. Formulan una síntesis de la buena noticia
de Jesucristo, que los capítulos siguientes irán desarrollando. En esa breve frase
está el significado sustancial de la vida de Jesús y de su predicación. Se señala
la actitud de fe con que debemos escuchar esa Buena Noticia y el itinerario que
debemos recorrer para conocer cada vez más a Jesús y seguirlo.
Marcos llama a Jesús “el Hijo de Dios”, con ello
afirma que Dios se ha manifestado en él, que Dios está en él, que procede de
Dios como un hijo procede de su padre. Lo designa al mismo tiempo como el
Cristo, es decir, como el Mesías, ungido por Dios para traer al mundo el anuncio
gozoso de que en Él la misericordia divina alcanza a los pecadores, lleva a
cumplimiento la esperanza y da sentido a la vida. El evangelio es Jesús. Él es el
sujeto, el protagonista de la buena noticia y, al mismo tiempo, el
objeto o contenido de la misma.
Marcos
nos transmite la fórmula de fe más antigua que circuló entre los primeros
cristianos y que consistió en unir como un solo apelativo los sustantivos Jesús
y Cristo. No la pronunciaban como dos palabras, un nombre y un atributo, sino
como un solo término, de modo que el nombre Jesús pasó a connotar Cristo y
viceversa. Herederos de esa tradición, los cristianos hacemos nuestra esa misma
fe y confesamos que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios. Con ello aceptamos que
Dios se nos ha comunicado total y definitivamente en Jesús de Nazaret, un
hombre entre los hombres.
Dios,
por tanto, no está fuera de nuestra existencia. Sin dejar de ser Dios, ha
querido formar parte de nuestra realidad humana, entrar en el tiempo, en la
historia, con un cuerpo como el nuestro en este mundo. Manifestado en Jesús,
Dios se ha hecho Dios-con-nosotros, se ha unido para siempre con nuestra
naturaleza humana y ya no nos abandona nunca. Está, por tanto, en el interior
de las situaciones en que nos encontremos.
En
esto consiste el evangelio, esta es la buena noticia. Dios no habita en un
imaginario “más allá”, donde se nos escapa y adonde podemos evadirnos. Dios no
está en competencia con nosotros para quitarnos nada; ni tenemos que negar nada
de lo humano para afirmarlo y servirlo, excepto el pecado –el mal moral– que nos
deshumaniza. Dios ha asumido verdaderamente todo lo humano. En Jesucristo se unen
la esfera humana y la divina. Por eso, creer en un Dios que no tiene que ver
con nuestra realidad humana plena, corporal y espiritual, personal y social, es
el origen de toda alienación religiosa. Así como pensar en un ser humano capaz
de prescindir de Dios en cualquier esfera de la vida, es la raíz de toda
concepción idolátrica de la persona y del mundo.
Separado
de sus semejantes, uno no es humano, y es ateo práctico que rechaza a Dios. Ateísmo,
en efecto, no es sólo negar teóricamente la existencia de Dios. Niega a Dios
quien no ama. Esto es central en el cristianismo: desde el momento en que Dios,
al hacerse hombre en Jesús nos hace hijos e hijas suyos, y por tanto hermanos,
al amarnos entre nosotros le amamos a Él. La fe en Jesucristo, Dios y hombre
verdadero, lleva a superar todo dualismo.
Jesús
es llamado Cristo, es decir, el Mesías que Israel esperaba, y que había sido prometido a
toda la humanidad por boca de los profetas: Mira, yo envío mi mensajero
delante de ti para preparar tu camino
(Malaquías, 3,1). En Jesús la promesa se hace realidad.
Los
versículos restantes hablan de la preparación de la venida de Jesús por parte
de Juan Bautista. Él anuncia la irrupción ya cercana del Reino de Dios,
señala al que ha de venir y remite a sus oyentes a la actuación del Mesías que
ya está en medio de su pueblo. Un mundo viejo termina y uno nuevo está por nacer.
Juan está en el umbral, señala la entrada que consiste en la conversión o
cambio de mente y actitudes. La salvación requiere nuestra participación.
Cuando uno escucha el evangelio, toma conciencia de la
situación en que se encuentra y procura cambiarla.
Que
la buena noticia de Jesús se convierta en la orientación fundamental de nuestra
vida. Y que realicemos nuestro peregrinaje de Adviento hacia su próxima venida
mostrando la humildad y entrega de las que nos dio ejemplo su precursor Juan
Bautista.
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