domingo, 6 de diciembre de 2020

Homilía del Segundo Domingo de Adviento - La buena noticia de Jesús - Jesús es el evangelio (Mc 1, 1-8)

P. Carlos Cardó SJ

Este es el comienzo de la Buena Nueva de Jesucristo (Hijo de Dios). En el libro del profeta Isaías estaba escrito: «Ya estoy para enviar a mi mensajero delante de ti para que te prepare el camino. Escuchen ese grito en el desierto: Preparen el camino del Señor, enderecen sus senderos».

Es así como Juan el Bautista empezó a bautizar en el desierto. Allí predicaba bautismo y conversión, para alcanzar el perdón de los pecados. Toda la provincia de Judea y el pueblo de Jerusalén acudían a Juan para confesar sus pecados y ser bautizados por él en el río Jordán. Además de la piel que tenía colgada de la cintura, Juan no llevaba más que un manto hecho de pelo de camello. Su comida eran langostas y miel silvestre. Juan proclamaba este mensaje: «Detrás de mí viene uno con más poder que yo. Yo no soy digno de desatar la correa de sus sandalias, aunque fuera arrodillándome ante él. Yo los he bautizado con agua, pero él los bautizará en el Espíritu Santo».

Las primeras palabras del evangelio de Marcos pueden verse como el título de la obra: “Evangelio de Jesucristo, el Hijo de Dios”; pero hay mucho más en ellas. Formulan una síntesis de la buena noticia de Jesucristo, que los capítulos siguientes irán desarrollando. En esa breve frase está el significado sustancial de la vida de Jesús y de su predicación. Se señala la actitud de fe con que debemos escuchar esa Buena Noticia y el itinerario que debemos recorrer para conocer cada vez más a Jesús y seguirlo.

Marcos llama a Jesús “el Hijo de Dios”, con ello afirma que Dios se ha manifestado en él, que Dios está en él, que procede de Dios como un hijo procede de su padre. Lo designa al mismo tiempo como el Cristo, es decir, como el Mesías, ungido por Dios para traer al mundo el anuncio gozoso de que en Él la misericordia divina alcanza a los pecadores, lleva a cumplimiento la esperanza y da sentido a la vida. El evangelio es Jesús. Él es el sujeto, el protagonista de la buena noticia y, al mismo tiempo, el objeto o contenido de la misma.

Marcos nos transmite la fórmula de fe más antigua que circuló entre los primeros cristianos y que consistió en unir como un solo apelativo los sustantivos Jesús y Cristo. No la pronunciaban como dos palabras, un nombre y un atributo, sino como un solo término, de modo que el nombre Jesús pasó a connotar Cristo y viceversa. Herederos de esa tradición, los cristianos hacemos nuestra esa misma fe y confesamos que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios. Con ello aceptamos que Dios se nos ha comunicado total y definitivamente en Jesús de Nazaret, un hombre entre los hombres.

Dios, por tanto, no está fuera de nuestra existencia. Sin dejar de ser Dios, ha querido formar parte de nuestra realidad humana, entrar en el tiempo, en la historia, con un cuerpo como el nuestro en este mundo. Manifestado en Jesús, Dios se ha hecho Dios-con-nosotros, se ha unido para siempre con nuestra naturaleza humana y ya no nos abandona nunca. Está, por tanto, en el interior de las situaciones en que nos encontremos.

En esto consiste el evangelio, esta es la buena noticia. Dios no habita en un imaginario “más allá”, donde se nos escapa y adonde podemos evadirnos. Dios no está en competencia con nosotros para quitarnos nada; ni tenemos que negar nada de lo humano para afirmarlo y servirlo, excepto el pecado –el mal moral– que nos deshumaniza. Dios ha asumido verdaderamente todo lo humano. En Jesucristo se unen la esfera humana y la divina. Por eso, creer en un Dios que no tiene que ver con nuestra realidad humana plena, corporal y espiritual, personal y social, es el origen de toda alienación religiosa. Así como pensar en un ser humano capaz de prescindir de Dios en cualquier esfera de la vida, es la raíz de toda concepción idolátrica de la persona y del mundo.

Separado de sus semejantes, uno no es humano, y es ateo práctico que rechaza a Dios. Ateísmo, en efecto, no es sólo negar teóricamente la existencia de Dios. Niega a Dios quien no ama. Esto es central en el cristianismo: desde el momento en que Dios, al hacerse hombre en Jesús nos hace hijos e hijas suyos, y por tanto hermanos, al amarnos entre nosotros le amamos a Él. La fe en Jesucristo, Dios y hombre verdadero, lleva a superar todo dualismo.

Jesús es llamado Cristo, es decir, el Mesías que Israel esperaba, y que había sido prometido a toda la humanidad por boca de los profetas: Mira, yo envío mi mensajero delante de ti para preparar tu camino (Malaquías, 3,1). En Jesús la promesa se hace realidad.

Los versículos restantes hablan de la preparación de la venida de Jesús por parte de Juan Bautista. Él anuncia la irrupción ya cercana del Reino de Dios, señala al que ha de venir y remite a sus oyentes a la actuación del Mesías que ya está en medio de su pueblo. Un mundo viejo termina y uno nuevo está por nacer. Juan está en el umbral, señala la entrada que consiste en la conversión o cambio de mente y actitudes. La salvación requiere nuestra participación. Cuando uno escucha el evangelio, toma conciencia de la situación en que se encuentra y procura cambiarla.

Que la buena noticia de Jesús se convierta en la orientación fundamental de nuestra vida. Y que realicemos nuestro peregrinaje de Adviento hacia su próxima venida mostrando la humildad y entrega de las que nos dio ejemplo su precursor Juan Bautista.

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