P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la estirpe de David; la virgen se llamaba María.
El ángel, entrando en su presencia, dijo: "Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo". Ella se turbó ante estas palabras y se preguntaba qué saludo era aquél.
El ángel le dijo: "No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin".
Y María dijo al ángel: "¿Cómo será eso, pues no conozco varón?".
El ángel le contestó: "El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios. Ahí tienes a tu pariente Isabel, que, a pesar de su vejez, ha concebido un hijo, y ya está de seis meses la que llamaban estéril, porque para Dios nada hay imposible".
María contestó: "Aquí está la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra". Y la dejó el ángel.
En Adviento se sitúa la fiesta de la Inmaculada Concepción. Se nos
presenta la figura de María como la Virgen fiel, atenta a la Palabra de Dios
que se encarna en su seno, modelo de oración, vigilancia y espera. Es lo que se
nos pide en adviento.
El Adviento da motivos muy válidos para la admiración, gratitud y
amor que profesamos a la Madre de Dios. Conviene, pues, meditar en María de
Adviento, que se prepara para la venida de su Hijo. Para toda mujer, el nacimiento
de su hijo supone una fiesta extraordinaria, que cambia su vida para siempre;
pero la espera del hijo es un tiempo excepcional, en el que se genera entre la
madre y su hijo una intimidad verdaderamente indisociable. Por eso, si la Navidad
es la fiesta que exalta la maternidad de María, el Adviento exalta la fe con
que María acepta su vocación de madre del Redentor.
El
texto de Lucas sobre la anunciación a María (Lc 1,26-38) refleja la alegría de Dios en su encuentro, por medio del ángel, con María, la llena de gracia…, bendita entre todas
las mujeres”. Y esta alegría que Dios le transmite abre
la espera de la virgen madre. En
María, la humanidad acoge el ofrecimiento de salvación
hecho por Dios. Dios ha hallado una madre que le haga nacer entre nosotros.
Todo
en María ha sido predestinado por Dios con vistas al cumplimiento de su
voluntad de revelarse a la humanidad y salvarla enviando a su Hijo al mundo. Dios
ha querido encontrarse con ella desde su eternidad. El sueño de Dios en favor
de sus hijos puede al fin realizarse. Y Dios viene, se incorpora en nuestra
historia, sella su alianza con nosotros para siempre.
María
acoge el plan de Dios con la actitud de obediencia propia de la fe. Pero esta
obediencia lleva primero a remontar las dificultades del creer. María, como los
grandes creyentes de la historia, no teme expresar ante su Dios su propio
sentimiento de incapacidad frente al designio divino que trasciende toda humana
razón: ¿cómo podrá ser esto si no tengo
relación con ningún varón?
Y
en virtud de esa misma fe confiada que le hace al mismo tiempo referir toda su
existencia al Dios que todo lo puede,
no duda en responder al anuncio: “Hágase en mí lo que has dicho”. En su respuesta halla eco el “Hágase” divino, por el que fueron creadas
todas las cosas. Su acogida de la gracia anuncia la nueva creación. María pone
a disposición del Padre su cuerpo virginal, para que su Hijo pueda tener un
cuerpo humano por obra del Espíritu Santo, y se convierta en hermano nuestro.
Lo imposible se hace posible. “Y el Verbo
se hizo carne y habitó entre nosotros”.
En la Encarnación, María inicia un camino de fe y ya toda su vida
será un caminar en la “obediencia de la fe”, un continuo Adviento de esperanza
en el silencio de la oración, en la oscuridad de la fe, en la sorpresa del
misterio de Dios. María “conservaba todas estas cosas en su corazón”.
Santa María, Madre de Dios,
consérvame un corazón de niño,
puro y cristalino como una fuente.
Dame un corazón sencillo,
que no saboree las tristezas;
un corazón grande para entregarse,
tierno en la compasión;
un corazón fiel y generoso,
que no olvide ningún bien,
ni guarde rencor por ningún mal.
Forma en mí un corazón manso y humilde,
que ame sin reclamar agradecimiento,
gozoso al desaparecer en el corazón de tu divino Hijo;
un corazón grande e indomable,
que con ninguna ingratitud se cierre
y con ninguna indiferencia se canse;
un corazón apasionado por la gloria de Jesucristo,
herido por su amor,
con una herida que sólo se cure en el cielo Amén.
[Léonce de Gramaison S.J.]
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