P. Carlos Cardó SJ
En tiempos de Herodes, rey de Judea, había un sacerdote llamado Zacarías, del grupo de Abías, casado con una descendiente de Aarón llamada Isabel. Los dos eran justos ante Dios, y caminaban sin falta según los mandamientos y leyes del Señor. No tenían hijos, porque Isabel era estéril, y los dos eran de edad avanzada.
Una vez que oficiaba delante de Dios con el grupo de su turno, según el ritual de los sacerdotes, le tocó a él entrar en el santuario del Señor a ofrecer el incienso; la muchedumbre del pueblo estaba fuera rezando durante la ofrenda del incienso. Y se le apareció el ángel del Señor, de pie a la derecha del altar del incienso.
Al verlo, Zacarías se sobresaltó y quedó sobrecogido de temor. Pero el ángel le dijo: "No temas, Zacarías, porque tu ruego ha sido escuchado: tu mujer Isabel te dará un hijo, y le pondrás por nombre Juan. Te llenarás de alegría, y muchos se alegrarán de su nacimiento. Pues será grande a los ojos del Señor: no beberá vino ni licor; se llenará de Espíritu Santo ya en el vientre materno, y convertirá muchos israelitas al Señor, su Dios. Irá delante del Señor, con el espíritu y poder de Elías, para convertir los corazones de los padres hacia los hijos, y a los desobedientes, a la sensatez de los justos, preparando para el Señor un pueblo bien dispuesto".
Zacarías replicó al ángel: "¿Cómo estaré seguro de eso? Porque yo soy viejo, y mi mujer es de edad avanzada".
El ángel le contestó: "Yo soy Gabriel, que sirvo en presencia de Dios; he sido enviado a hablarte para darte esta buena noticia. Pero mira: te quedarás mudo, sin poder hablar, hasta el día en que esto suceda, porque no has dado fe a mis palabras, que se cumplirán en su momento".
El pueblo estaba aguardando a Zacarías, sorprendido de que tardase tanto en el santuario. Al salir no podía hablarles, y ellos comprendieron que había tenido una visión en el santuario. Él les hablaba por señas, porque seguía mudo. Al cumplirse los días de su servicio en el templo volvió a casa. Días después concibió Isabel, su mujer, y estuvo sin salir cinco meses, diciendo: "Así me ha tratado el Señor cuando se ha dignado quitar mi afrenta ante los hombres".
En
la liturgia de Adviento sobresale la figura de Juan Bautista, nos enseña a
prepararnos para la venida del Señor. Juan es prototipo de la persona bien
dispuesta a acoger al Señor que viene. Deja su casa y se dedica a preparar en
el desierto la pronta venida del Mesías, exhortando a la gente a cambiar de
vida. Juan es una síntesis viviente del Antiguo Testamento, que en él culmina;
manifiesta en su persona lo más característico del Israel fiel: la espera de la
realización de las promesas de Dios en favor de su pueblo.
En la historia de la salvación, todo acontecimiento decisivo es
iniciativa de Dios y toda figura significativa es objeto de una elección particular.
Las madres de Isaac, de Sansón, de Samuel, eran
mujeres estériles. Dios, autor de la vida, les hace concebir un hijo,
porque lo destina a una misión en favor de su pueblo. Así ocurre con Juan: nace
de Zacarías, sacerdote ya viejo, y de Isabel, también de edad avanzada. Nace de
la fe que prestan a la promesa de Dios.
En Lucas, el anuncio del nacimiento de Juan es solemne. Se realiza
en el marco litúrgico del templo. Su llegada no pasará desapercibida y muchos se
gozarán en su nacimiento (Lc 1, 14); será un niño consagrado –un nazir de Dios– y, como lo prescribe el
libro de los Números (6, 1), no beberá vino ni licor fermentado. El Espíritu
habita en él desde el seno de su madre. A su vocación de asceta se unirá la de
guía de su pueblo (Lc 1, 17). Precederá al Mesías, cumpliendo la función que el
profeta Malaquías (3, 23) atribuía a Elías.
Su nombre es Juan (Lc
1,63). Su circuncisión muestra también la elección divina: nadie en su
parentela lleva el nombre de Juan (Lc 1, 61), pero el Señor quiere que se le
llame así, cambiando las costumbres. Dios es quien lo ha elegido, es él quien
dirige todo. Estaba yo en el vientre, y
el Señor me llamó, en las entrañas maternas y pronunció mi nombre (Is 49, 1).
Dios nos conoce y ama aun antes de que nuestros ojos puedan contemplar las
maravillas de la creación. Dios cuenta con nosotros y nos llama desde las
raíces mismas de nuestra existencia, porque somos suyos.
Zacarías confirma, delante
de los parientes maravillados, el nombre de su hijo escribiéndolo en una
tablilla. El nombre significa Dios es
favorable. Es favorable a su pueblo: quiere que el niño sea una bendición
para todas las naciones. Es favorable a la humanidad: la conduce por el camino
hacia la tierra en la que reinarán la paz y la justicia. Todo esto se inscribe
en el nombre Juan.
Como María, Zacarías prorrumpe en un himno que es, a la vez,
acción de gracias y descripción de la misión de Juan como precursor del Mesías.
Juan Bautista es el signo de la irrupción de Dios en la historia de la
humanidad como sol que nace de lo alto,
para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte, para guiar
nuestros pasos por el camino de la paz. Su nacimiento permite intuir que el
Señor visita a su pueblo para consolidar la alianza con él, como lo había
prometido. Trae designios de bendición y de vida, de liberación, de santidad y justicia. El Precursor tiene
por misión preparar su venida (Is 40, 3), dando a su pueblo el “conocimiento de
la salvación”.
Bendito
sea el Señor, Dios de Israel
porque
ha visitado y redimido a su pueblo,
suscitándonos
una fuerza de salvación
en
la casa de David, su siervo,
según
lo había predicho desde antiguo
por
la boca de sus santos profetas.
Es
la salvación que nos libra de nuestros enemigos
y
de la mano de todos los que nos odian:
realizando
la misericordia
que
tuvo con nuestros padres,
recordando
su santa alianza
y
el juramento que juró a nuestro padre Abrahán.
Para
concedernos que, libres de temor,
arrancados
de la mano de los enemigos,
le
sirvamos con santidad y justicia,
en
su presencia, todos nuestros días.
Y
a ti, niño, te llamarán profeta del Altísimo,
porque
irás delante del Señor
a
preparar sus caminos,
anunciando
a su pueblo la salvación,
el
perdón de sus pecados.
Por
la entrañable misericordia de nuestro Dios,
nos
visitará el sol que nace de lo alto,
para
iluminar a los que viven en tinieblas
y
en sombra de muerte,
para
guiar nuestros pasos
por
el camino de la paz.
Este poema, conocido tradicionalmente como Benedictus, lo canta la Iglesia cada día al final de la oración de
la mañana, reavivando su acción de gracias por la salvación que Dios le ha dado
y en reconocimiento de la misión que le tocó desempeñar a Juan de mostrar al
mundo “el camino de la paz”.
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