miércoles, 30 de diciembre de 2020

El Niño crecía en edad, sabiduría y gracia (Lc 2, 36-40)

P. Carlos Cardó SJ

Infancia de Cristo, óleo sobre lienzo de Gerrit van Honthorst (1620), Museo del Hermitage, San Petersburgo, Rusia

Estaba allí la profetisa Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era de edad avanzada, casada en su juventud había vivido con su marido siete años, desde entonces había permanecido viuda y tenía ochenta y cuatro años. No se apartaba del templo, sirviendo noche y día con oraciones y ayunos. Se presentó en aquel momento, dando gracias a Dios y hablando del niño a cuantos aguardaban la liberación de Jerusalén.

Cumplidos todos los preceptos de la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría; y el favor de Dios lo acompañaba.

La presentación de Jesús en el templo es relatada por Lucas como la manifestación de Jesús Mesías a Israel, representado en las figuras del anciano Simeón y de la profetisa Ana.

Movido por el Espíritu, el anciano Simeón se alegra de haber encontrado a Jesús, luz de las naciones, que colma todas sus esperanzas y le hace capaz de vencer el miedo a la muerte. A continuación aparece en escena una anciana, llamada Ana, hija de Fanuel, que daba culto al Señor día y noche con ayunos y oraciones. También ella se puso a alabar a Dios y hablar del Niño Jesús a todos los judíos fieles que aguardaban la liberación de su pueblo.

Vienen luego dos frases sintéticas de la vida de Jesús en Nazaret: Cuando (sus padres) cumplieron las cosas prescritas en la ley del Señor, volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría y la gracia de Dios estaba en él.

Más adelante, Lucas dirá algo muy semejante y conciso: Bajó con ellos a Nazaret y vivía sujeto a sus padres. Su madre conservaba cuidadosamente todos estos recuerdos en su corazón. Y Jesús crecía en edad, estatura y gracia ante Dios y los hombres (Lc 2, 50-53).

En esas frases está todo lo que el evangelio nos dice de esos treinta largos años de Jesús en Nazaret que, por ello los designamos como la “vida oculta”.  Jesús mismo no hablará para nada de ella. Nada hay en los relatos bíblicos que satisfaga nuestra curiosidad.

Se podría pensar, por ello, que en este mismo silencio, en este “no saber nada o casi nada” podríamos descubrir la primera lección de Nazaret: la lección del silencio cargado de palabra, pues no cabe duda de que la vida oculta de Jesús tiene una fuerza profética que contradice la lógica del mundo, que es la del triunfo, tanto más grande cuanto más sensacional.

Pero esa forma de revelarse el Salvador corresponde a la “sabiduría de Dios”. La palabra eterna, la comunicación viva y directa de Dios asume voluntariamente la impotencia del silencio y ocultamiento de treinta años transcurridos en una aldea de la región más pobre y deprimida de la Palestina de entonces, Nazaret.

La obra de Dios no hace ruido, el amor no hace ruido, no se exhibe con publicidad, no necesita ni dinero ni poder para hacer el bien. Quedan cuestionadas muchas de nuestras eficacias.

La vida oculta se entiende desde la Pascua. Cuando las primeras comunidades entienden la Pascua como centro y proyecto de todo, se asoman a los primeros momentos de la historia de Jesús, subrayando estas dimensiones pascuales.

Dios asume la dimensión humana del anonimato, ocultamiento de treinta años transcurridos en una aldea de la región más pobre y deprimida, del pasar como  “uno de tantos”, ¡o como todos!— enseñándonos que “lo cotidiano”, cualquier circunstancia humana, es valiosísima si se la llena de amor. Clave para ello es estar en lo del Padre (Lc 2, 49).

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