P. Carlos Cardó SJ
Estaba allí la profetisa Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era de edad avanzada, casada en su juventud había vivido con su marido siete años, desde entonces había permanecido viuda y tenía ochenta y cuatro años. No se apartaba del templo, sirviendo noche y día con oraciones y ayunos. Se presentó en aquel momento, dando gracias a Dios y hablando del niño a cuantos aguardaban la liberación de Jerusalén.
Cumplidos todos los preceptos de la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría; y el favor de Dios lo acompañaba.
La presentación de Jesús en el templo es relatada por Lucas como
la manifestación de Jesús Mesías a Israel, representado en las figuras del
anciano Simeón y de la profetisa Ana.
Movido por el Espíritu, el anciano Simeón se alegra de haber
encontrado a Jesús, luz de las naciones, que colma todas sus esperanzas y le
hace capaz de vencer el miedo a la muerte. A continuación aparece en escena una
anciana, llamada Ana, hija de Fanuel, que daba culto al Señor día y noche con
ayunos y oraciones. También ella se puso a alabar a Dios y hablar del Niño
Jesús a todos los judíos fieles que aguardaban la liberación de su pueblo.
Vienen luego dos frases sintéticas de la vida de Jesús en Nazaret: Cuando
(sus padres) cumplieron las cosas prescritas en la ley del Señor, volvieron a
Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño crecía y se fortalecía, llenándose de
sabiduría y la gracia de Dios estaba en él.
Más adelante, Lucas dirá algo muy semejante y conciso: Bajó con ellos a Nazaret y vivía sujeto a sus padres. Su madre
conservaba cuidadosamente todos estos recuerdos en su corazón. Y Jesús crecía
en edad, estatura y gracia ante Dios y los hombres (Lc 2, 50-53).
En esas frases está todo lo que el evangelio nos dice de esos treinta
largos años de Jesús en Nazaret que, por ello los designamos como la “vida
oculta”. Jesús mismo no hablará para
nada de ella. Nada hay en los relatos bíblicos que satisfaga nuestra curiosidad.
Se podría pensar, por ello, que en este mismo silencio, en este
“no saber nada o casi nada” podríamos descubrir la primera lección de Nazaret:
la lección del silencio cargado de palabra, pues no cabe duda de que la vida
oculta de Jesús tiene una fuerza profética que contradice la lógica del mundo,
que es la del triunfo, tanto más grande cuanto más sensacional.
Pero esa forma de revelarse el Salvador corresponde a la
“sabiduría de Dios”. La palabra eterna, la comunicación viva y directa de Dios asume
voluntariamente la impotencia del silencio y ocultamiento de treinta años
transcurridos en una aldea de la región más pobre y deprimida de la Palestina
de entonces, Nazaret.
La obra de Dios no hace ruido, el amor no hace ruido, no se exhibe
con publicidad, no necesita ni dinero ni poder para hacer el bien. Quedan
cuestionadas muchas de nuestras eficacias.
La vida oculta se entiende desde la Pascua. Cuando las primeras
comunidades entienden la Pascua como centro y proyecto de todo, se asoman a los
primeros momentos de la historia de Jesús, subrayando estas dimensiones
pascuales.
Dios asume la dimensión humana del anonimato, ocultamiento de
treinta años transcurridos en una aldea de la región más pobre y deprimida, del
pasar como “uno de tantos”, ¡o como
todos!— enseñándonos que “lo cotidiano”, cualquier circunstancia humana, es
valiosísima si se la llena de amor. Clave para ello es estar en lo del Padre (Lc
2, 49).
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