P. Carlos Cardó SJ
Asimismo, cuando llegó el día en que, de acuerdo a la Ley de Moisés, debían cumplir el rito de la purificación, llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor, tal como está escrito en la Ley del Señor: Todo varón primogénito será consagrado al Señor. También ofrecieron el sacrificio que ordena la Ley del Señor: una pareja de tórtolas o dos pichones.
Había entonces en Jerusalén un hombre muy piadoso y cumplidor a los ojos de Dios, llamado Simeón. Este hombre esperaba el día en que Dios atendiera a Israel, y el Espíritu Santo estaba con él. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no moriría antes de haber visto al Mesías del Señor. El Espíritu también lo llevó al Templo en aquel momento.
Como los padres traían al niño Jesús para cumplir con él lo que mandaba la Ley, Simeón lo tomó en sus brazos y bendijo a Dios con estas palabras: Ahora, Señor, ya puedes dejar que tu servidor muera en paz como le has dicho. Porque mis ojos han visto a tu salvador, que has preparado y ofreces a todos los pueblos, luz que se revelará a las naciones y gloria de tu pueblo, Israel.
Su padre y su madre estaban maravillados por todo lo que se decía del niño. Simeón los bendijo y dijo a María, su madre: «Mira, este niño traerá a la gente de Israel ya sea caída o resurrección. Será una señal impugnada en cuanto se manifieste, mientras a ti misma una espada te atravesará el alma. Por este medio, sin embargo, saldrán a la luz los pensamientos íntimos de los hombres».
Había también una profetisa muy anciana, llamada Ana, hija de Fanuel de la tribu de Aser. No había conocido a otro hombre que a su primer marido, muerto después de siete años de matrimonio. Permaneció viuda, y tenía ya ochenta y cuatro años. No se apartaba del Templo, sirviendo día y noche al Señor con ayunos y oraciones. Llegó en aquel momento y también comenzó a alabar a Dios hablando del niño a todos los que esperaban la liberación de Jerusalén.
Una vez que cumplieron todo lo que ordenaba la Ley del Señor, volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño crecía y se desarrollaba lleno de sabiduría, y la gracia de Dios permanecía con él.
En el domingo después de Navidad, la
Iglesia celebra la fiesta de la Sagrada Familia. Nos invita a pensar en la vida
familiar que tuvo Jesús con María y José en Nazaret.
De los treinta largos años vividos por Jesús con sus padres, los
evangelios no dicen casi nada. El más elocuente, Lucas, proporciona unos
cuantos datos elementales: que José y María siguieron con él las costumbres
religiosas de la circuncisión y presentación en el templo, que iban cada año a
Jerusalén por la fiesta de pascua y que cuando el niño cumplió doce años, se
quedó en el templo sin que lo supieran sus padres. De todo lo que siguió
después, apenas dos frases: el niño crecía en edad, sabiduría y gracia ante
Dios y los hombres … y vivía sujeto a sus padres” (Lc 2, 39-40. 50-53). Aparte de esto
sólo sabemos que sus paisanos lo conocían a él y a su padre el carpintero y que
había parientes suyos mezclados entre sus discípulos o en la multitud que lo
seguía.
A pesar de esta falta de información, queda claro que Jesús, como
todo ser humano, tuvo que ser protegido y cuidado por una familia. Necesitó un
hogar que lo sostuviera en la existencia, lo librara de los peligros que
asechan a todo niño y a todo adolescente, lo adiestrara a valerse por sí mismo
y le enseñara a incorporarse eficazmente en la vida de los humanos, de su
cultura y de su sociedad. En su hogar de Nazaret, Jesús se nutrió, creció y
maduró asimilando los valores de unos padres profundamente religiosos y
enraizados en la cultura de su pueblo.
Es válido por tanto reflexionar sobre la familia teniendo como
referente la familia de Jesús. La familia es como la tierra: engendra y nutre
plantas sanas o raquíticas según la calidad de los nutrientes que posee. Es
verdad que la familia no lo es todo, pero no se puede negar que a ella le
corresponde una aportación decisiva en la construcción de la personalidad del
ser humano.
La familia marca nuestra fisonomía física, psíquica, cultural,
social y religiosa. Nos abrimos a la vida y la vamos descubriendo a través
de los ojos de nuestros padres y de
nuestros hermanos; nos orientamos por lo que oímos y vemos en nuestra familia:
por lo que se nos dice –¡el hombre se forma por la palabra!–, nos relacionamos
con los demás conforme a las relaciones que vivimos en nuestro hogar; forjamos
nuestra seguridad personal, a partir de la seguridad que la familia nos brindó.
Todo lo que vimos y oímos en los primeros años nos marcó para
siempre. Por eso, es innegable que en el tejido de las relaciones familiares se
lleva a cabo el proceso de formación de la conciencia, la asimilación de los valores,
la capacidad de expresar y suscitar sentimientos y afectos humanos.
No es un lugar común decir que la familia está en crisis; es una
realidad preocupante. Muchos piensan que el problema principal de la sociedad
actual es la inseguridad, pero es innegable que la primera causante de
inseguridad puede ser con frecuencia la propia familia. Además de ir en aumento
el número de familias incompletas y de hijos nacidos fuera de matrimonio, las
familias bien constituidas padecen un incesante bombardeo de mensajes que minan
su unidad y consistencia.
A la casa entran, violando controles y vigilancia, los mensajes
directos o subliminales de la internet y de la TV: violencia, pornografía,
frivolidad, relativismo moral e increencia. Se añade a esto la inseguridad económica
de tantos grupos sociales: el desempleo, que genera desasosiego y obliga a
muchos a emigrar, o la sobrecarga de trabajos que hace que los padres pasen la
mayor parte del día fuera del hogar.
Por estas y otras causas de orden moral y social, la familia puede
ser la primera célula neurótica de la sociedad. La familia es el ámbito en el
que es posible vivir las mayores alegrías y también los más duros sufrimientos
y tribulaciones. Todos sabemos que hay tanto de lo uno como de lo otro, y que
el problema no está en la institución, en cuanto tal, sino en las personas que
componen cada familia. Ellas son, en definitiva, las que preparan y abonan la
tierra para que la frágil planta que es una persona crezca sana y segura.
Cuando un hombre y una mujer se aman de verdad (y esta es la condición sine qua non para que haya familia), se
da el calor afectivo que propicia el diálogo, el espíritu de superación y,
sobre todo, la fe.
El evangelio nos hace contemplar, pues, a la familia que el Hijo
de Dios necesitó para su crecimiento y desarrollo humano. José y María contribuyeron
eficazmente con la gracia para plasmar y formar en el niño, adolescente, joven
y adulto Jesús su inconfundible modo de ser y de actuar, de orar y tratar a los
demás. El ejemplo del hogar de Nazaret será siempre un referente para nuestras
familias en la tarea diaria de hacer del hogar un ámbito eficaz para la
formación de personas verdaderamente creyentes, libres, responsables y seguras.
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