P. Carlos Cardó SJ
“He venido a traer fuego a la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera ardiendo! Pero también he de recibir un bautismo y ¡qué angustia siento hasta que no se haya cumplido! ¿Creen ustedes que he venido para establecer la paz en la tierra? Les digo que no; más bien he venido a traer división. Pues de ahora en adelante hasta en una casa de cinco personas habrá división: tres contra dos y dos contra tres. El padre estará contra del hijo y el hijo contra el padre; la madre contra la hija y la hija contra la madre; la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra”.
Jesús
avanza hacia Jerusalén y el horizonte se le vuelve cada vez más sombrío. Los
que caminan con Él advierten que sus palabras se hacen cada vez más exigentes y
comprometedoras.
Fuego he venido a encender en la
tierra, les dice. Es el fuego
de su Espíritu, de su vida, con el que nos ha bautizado. Es el fuego de la
conversión, que transforma en nosotros aun aquello que no podemos cambiar. Es
ardor espiritual, mística, entusiasmo, es decir, lo propio del amor. El Cantar de
los Cantares (8,6s) habla justamente del amor como centella de fuego, llamarada
divina, inextinguible, más fuerte que la muerte. El amor con que Dios nos ama
enciende ese fuego; pero el problema es que nos resistimos a que arda en
nosotros.
Con
la pasión de su amor por nosotros, habla luego Jesús de la pasión que va a
sufrir, y la siente como una terrible
prueba. La espera de una muerte tan cruel llena de ansiedad su interior y
lo fuerza a decir: ¡que angustiado estoy hasta que se cumpla!
Ante el destino de cruz, la condición humana se estremece. Su voluntad de
entregar su vida por nuestra salvación le lleva a tener que pasar por donde no
quiere, con la confianza de que su Padre no lo abandonará. Se siente
internamente dividido entre un deseo y una angustia, es la lucha interior que
en el huerto de Getsemaní le hará sudar sangre, la lucha del amor que vence en
la prueba suprema.
Jesús
es consciente de que su proclamación del reino, como triunfo del amor y de la
justicia de Dios en el mundo, ha sido acogida por algunos, pero ha chocado
desde el inicio de su predicación con la incomprensión de la mayoría, aun de
sus propios familiares, y la oposición cada vez más hostil de las autoridades
del pueblo. La fidelidad a su proyecto, en perfecta sintonía con los designios
del Padre, le ha creado enemigos, que se muestran más poderosos y violentos a
medida que se acerca a Jerusalén, capital del poder político y religioso. Por
eso sus palabras se vuelven cada vez más exigentes: no puede dejar de advertir
a sus discípulos que su mensaje produce divisiones en la sociedad y
confrontación hasta en la propia familia.
Hoy
también Jesucristo sigue llamando a la radicalidad de su seguimiento, que puede
llevar a posponer, de forma más o menos espinosa y difícil, otros valores –tan
amados como el valor familia– para que el evangelio prevalezca en la
orientación de la propia conducta. Él ha venido a traer la paz de unidad y de justicia.
No una paz barata, sin mayores exigencias y alcances. El compromiso por la
justicia, que el reino de Dios exige, puede producir a veces separación o incomprensión
de los otros. El cristiano las asumirá con la firmeza de sus convicciones,
detrás de las cuales actúa siempre el amor de Dios que triunfa.
El
mensaje cristiano siempre podrá parecer crítico porque busca, interroga,
conmueve. La palabra del Señor enfrenta a toda sociedad mal organizada e
interpela también a la Iglesia por las adherencias que se le pegan en su labor
por el reino. El evangelio es actual
y lúcido; utiliza códigos culturales de hoy, pero no concuerda con
proclamas ideológicas.
Es
esperanzador, libera, comunica
el Espíritu de Dios que siempre alienta e impulsa, no desanima ni humilla; pero
propone el ejemplo de Jesús, que nunca pretendió estar de acuerdo con todos ni a
cualquier precio, ni quiso poner su vida a salvo sino entregarla. El evangelio
es el sueño de Jesús de una humanidad realmente fraterna, un mundo donde sea
posible la justicia. Ese es el fuego interior que le mueve, el fuego que ha venido a traer a la tierra, y cómo
desearía que estuviera ya propagándose.
¡Ojalá
estuviera ya ardiendo! Pero nos da miedo ese fuego de
amor y justicia, y no le permitimos que prenda en nosotros. Olvidamos lo que
dice San Pablo: Es cierta esta verdad: Si
con él morimos, viviremos con él; si con él sufrimos, reinaremos con él; si lo
negamos, también él nos negará; si le somos infieles, él permanece fiel porque
no puede negarse a sí mismo (2 Tim 2, 12-14).
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