P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, designó el Señor a otros setenta y dos discípulos y los mandó por delante, de dos en dos, a todos los pueblos y lugares a donde pensaba ir, y les dijo: “La cosecha es mucha y los trabajadores pocos. Rueguen, por lo tanto, al dueño de la mies que envíe trabajadores a sus campos. Pónganse en camino; los envío como corderos en medio de lobos. No lleven ni dinero, ni morral, ni sandalias y no se detengan a saludar a nadie por el camino. Cuando entren en una casa, digan: ‘Que la paz reine en esta casa’. Y si allí hay gente amante de la paz, el deseo de paz de ustedes se cumplirá; si no, no se cumplirá. Quédense en esa casa. Coman y beban de lo que tengan, porque el trabajador tiene derecho a su salario. No anden de casa en casa. En cualquier ciudad donde entren y los reciban, coman lo que les den. Curen a los enfermos que haya y díganles: ‘Ya se acerca a ustedes el Reino de Dios’.
Pero si entran en una ciudad y no los reciben, salgan por las calles y digan: ‘Hasta el polvo de esta ciudad que se nos ha pegado a los pies nos lo sacudimos, en señal de protesta contra ustedes. De todos modos, sepan que el Reino de Dios está cerca’. Yo les digo que en el día del juicio, Sodoma será tratada con menos rigor que esa ciudad”.
Jesús envía a un grupo de discípulos a predicar y curar. Ya antes había
enviado a los apóstoles; ahora el grupo es más numeroso: porque la misión no
puede quedar restringida a los Doce sino que ha de ser de todos. Es lo que sugiere
el número setenta (y dos), que simboliza una totalidad. Todos los que creemos
en Cristo somos apóstoles, misioneros. La misión es de todos y para todos.
Las instrucciones de Jesús no contienen únicamente requisitos para
cumplir bien la misión, sino que incluyen también una insistencia en la oración.
La misión comprende no sólo el trabajo del discípulo, sino también su oración
perseverante. Y lo primero de todo es pedir a Dios que envíe operarios, porque
la cosecha es abundante. La frase de Jesús: La
mies es mucha y los obreros pocos, nos hace tomar conciencia de la
necesidad urgente de vocaciones para que la tarea evangelizadora pueda
sostenerse.
Las instrucciones que da Jesús a los discípulos se abren con una sentencia
que da sentido a todo el conjunto: miren
que yo los envío como corderos en
medio de lobos. Las perspectivas no son halagüeñas, las circunstancias son
adversas, pocos obreros, riesgos y peligros, tiempo breve.
El mundo al que Jesús envía es complejo y en él siempre habrá obstáculos.
Una experiencia común a muchos cristianos que se han decidido a encarnar los
valores evangélicos en sus vidas, y a transmitirlos, es ver que pronto o tarde se
hacen objeto de críticas e incomprensiones. Cuando esto ocurre, el cristiano se
acuerda de las palabras del Señor: En el
mundo tendrán tribulaciones; pero tengan ánimo, yo he vencido al mundo (Jn
16,33).
Las instrucciones a los setenta y dos discípulos se pueden
sintetizar en dos actitudes fundamentales: vivir con sencillez y llevar la paz.
A ejemplo del Señor y en solidaridad con los pobres, el cristiano asume un
estilo de vida sobrio y sencillo, porque tiene puesta su confianza no en el
dinero sino en Jesucristo. Sólo así la evangelización dará fruto. Porque si
nuestra oración, nuestras celebraciones litúrgicas y nuestro hablar de Dios expresan
nuestra fe, el estilo de vida que llevamos la hace creíble.
No
llevar bolsa ni morral ni sandalias
significa no poner estorbos de ninguna clase a la tarea evangelizadora, que
exige prontitud y libertad de movimientos, como corresponde a los obreros en tiempo
de cosecha. Los discípulos deben aceptar que su misión no admite
convencionalismos sociales ni busca la comodidad; no habrá tiempo para saludos,
ni para exquisiteces en la comida, ni para alojamientos confortables. Tendrán,
pues, que desterrar la ambición y poner toda su confianza en Dios y en la
promesa de su reino.
Así serán capaces de servir libre y desinteresadamente: libres de
todo interés temporal para no entrar en componendas ni negociaciones que
contradigan los valores que predican; libres para dirigirse a su meta sin siquiera detenerse a saludar a nadie por
el camino; libres para no buscarse a sí mismos sino a Jesucristo y el bien
de los demás.
La segunda actitud que han de tener es la paz. El discípulo de Jesús no desea para la gente únicamente
aquello que se expresa en los saludos convencionales; él proclama la paz salvífica,
el Shalom, con todo el contenido que
tiene en el Antiguo Testamento y con toda la gracia y salvación que Jesús
–nuestra paz verdadera– trae para nosotros en el tiempo de la salvación.
Los discípulos, identificados con el Señor, reciben dentro de sí esta paz
y saben comunicarla de manera eficaz. El cristiano es pacífico y pacificador, siempre
en misión de construir paz. Pero no una paz ingenua y barata, sino la que brota
de la justicia y asume de manera práctica el nombre de solidaridad, desarrollo
equitativo para todos, un nuevo orden social…
Las instrucciones de Jesús se cierran con una advertencia severa.
Toda ciudad que no se abra a una sincera aceptación del mensaje evangélico y no
se prepare para la cercana venida del Reino de Dios correrá peor suerte que la
tristemente célebre Sodoma (cf. Gn 19,24).
En síntesis, la misión a la que Jesús envía es consecuencia del
bautismo y exige una identificación personal con su estilo de vida. Sin la
puesta en práctica de sus enseñanzas no se puede ser seguidor suyo y colaborador
de su misión.
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