P.
Carlos Cardó SJ
Los setenta y dos discípulos volvieron muy contentos, diciendo: "Señor, hasta los demonios nos obedecen al invocar tu nombre".
Jesús les dijo: "Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo. Miren que les he dado autoridad para pisotear serpientes y escorpiones y poder sobre toda fuerza enemiga: no habrá arma que les haga daño a ustedes. Sin embargo, alégrense no porque los demonios se someten a ustedes, sino más bien porque sus nombres están escritos en los cielos".
En ese momento Jesús se llenó del gozo del Espíritu Santo y dijo: "Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y entendidos y se las has dado a conocer a los pequeñitos. Sí, Padre, pues tal ha sido tu voluntad. Mi Padre ha puesto todas las cosas en mis manos; nadie sabe quién es el Hijo, sino el Padre; nadie sabe quién es el Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera dárselo a conocer".
Después, volviéndose hacia sus discípulos, Jesús les dijo a ellos solos: "¡Felices los ojos que ven lo que ustedes ven! Porque yo les digo, que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que ustedes ven, y no lo vieron, y oír lo que ustedes oyen, y no lo oyeron".
Los setenta y dos discípulos regresan entusiasmados por el éxito
de la misión que Jesús les ha encomendado. La alegría es el premio de los
buenos operarios. Se ha arado y cultivado el campo con dedicación y esmero;
ahora el trigo ondea a punto de cosecha: “los valles se visten de trigo; todos
aclaman y cantan” (Sal 65, 14). Ha
terminado la cosecha y “al volver, vuelven cantando, trayendo sus gavillas” (Sal 125, 6). La alegría de los
discípulos alegra el corazón del Señor. Advierte que se cumple el plan de su
Padre y que su Reino se ha revelado a los pequeños.
La alegría es un tema muy recurrente en el evangelio de Lucas:
hace saltar al Bautista en el seno de su madre (1, 14), la anuncia el ángel en
Belén (2, 10), gozarán de ella los discípulos después de pasar tribulaciones
(6, 23), llena el corazón de quien escucha y cumple la palabra (8, 13), será grande en el
cielo por la conversión de un pecador (15, 7.10), deja sin palabra a los
apóstoles al ver las manos y los pies del Resucitado (24, 41) y vuelven llenos
de ella a Jerusalén después de la ascensión de Jesús (24, 52).
En la respuesta que Jesús da a los setenta y dos habla tres veces
de la alegría que sienten y la sitúa en la perspectiva que debe tener. En
primer lugar, la alegría de los discípulos se debe a que el poder de Satanás ha
sido sometido. La historia es liberada de todo aquello que deshumaniza y
oprime. Simbólicamente dice Jesús haber visto a Satanás precipitarse desde el
cielo como un rayo. Resalta y sintetiza los efectos liberadores de la
evangelización realizada por sus discípulos como la “caída de Satanás”.
En segundo lugar, Jesús profundiza en el significado de la derrota
de Satanás. Su maligna influencia ha sido desactivada; el mal, en todas sus formas,
se somete al poder que Jesús transmite a los suyos. Por eso los discípulos han podido
enfrentar y destruir las más variadas manifestaciones del mal: pisotear serpientes y escorpiones, y dominar
toda potencia enemiga.
En tercer lugar, se señala el verdadero motivo de la alegría: alégrense más bien de que sus nombres estén
escritos en el cielo. Quiere decir que sus personas, su vida entera, están
en las manos de Dios; Él los tiene junto a sí, le pertenecen, son sus hijos en
el Hijo, participando con Él de su vida auténtica y definitiva, fuente de alegría sin fin.
Por eso deben alegrarse, no por éxitos sensacionalistas de su
actuación misionera, sino porque el fin último de la misión se ha cumplido. El
poder sobre los demonios no garantiza la participación en la vida auténtica, sino
el estar inscritos en la lista de los miembros del pueblo santo que cantará
para siempre las misericordias de Dios. Es la alegría más honda que se puede
tener: la garantía que el Señor da a nuestra destinación al cielo.
En
aquel momento, Jesús, lleno del Espíritu Santo prorrumpió
en un grito de júbilo y exclamó: Yo te alabo, Abba, Señor del cielo y de la tierra… Resalta la
intimidad con que Jesús se dirigía a Dios, como su Abbá. El Dios altísimo, creador
de cielo y tierra, es para Él lo que el niño y también el adulto expresan al
llamar así a su padre; equivale al término coloquial de papá. Dirigida a Dios, la palabra Abba es central en la fe cristiana. Así nos ha enseñado Jesús a ver
y tratar a Dios: como ternura de máxima intimidad y, a la vez, como Dios
altísimo, fuente y origen de la vida, misericordioso y justo, padre y madre…
Jesús se alegra porque la revelación de Dios como Padre y la venida de su reino, se ofrece a todos, pero son los sencillos y humildes los que la acogen, y no los sabios y entendidos. Sencillos y humildes son los que viven del deseo de la ternura de Dios, anhelan que Dios se vuelva a ellos pues en Él solo han puesto su esperanza. Sabios y entendidos son los que nada esperan porque tienen puesta su confianza en ellos mismos, y quedarán frustrados. Jesús se alegra de que el amor del Padre por todos sus hijos e hijas se ha revelado ya y todos nosotros, si lo acogemos como los pobres y sencillos, alcanzaremos el poder de realizarnos plenamente como hijos suyos.
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