domingo, 4 de octubre de 2020

Homilía del Domingo XXVII del Tiempo Ordinario - Parábola de los viñadores homicidas (Mt 21, 33-43)

P. Carlos Cardó SJ

La Parábola de los viñadores malvados, óleo sobre lienzo de Andrey Mironov (2013), Museo de Historia de Ryazan, Rusia

Jesús les dijo: Había un propietario que plantó una viña. La rodeó con una cerca, cavó en ella un lagar y levantó una torre para vigilarla. Después la alquiló a unos labradores y se marchó a un país lejano.

Cuando llegó el tiempo de la vendimia, el dueño mandó a sus sirvientes que fueran donde aquellos labradores y cobraran su parte de la cosecha. Pero los labradores tomaron a los enviados, apalearon a uno, mataron a otro y a otro lo apedrearon. El propietario volvió a enviar a otros servidores más numerosos que la primera vez, pero los trataron de la misma manera. Por último envió a su hijo, pensando: A mi hijo lo respetarán.

Pero los trabajadores, al ver al hijo, se dijeron: Ese es el heredero. Lo matamos y así nos quedamos con su herencia. Lo tomaron, pues, lo echaron fuera de la viña y lo mataron.

«Ahora bien, cuando venga el dueño de la viña, ¿qué hará con esos labradores?»

Le contestaron: «Hará morir sin compasión a esa gente tan mala, y arrendará la viña a otros labradores que le paguen a su debido tiempo».

Jesús agregó: «¿No han leído la Escritura? Dice así: La piedra que los constructores desecharon llegó a ser la piedra principal del edificio; ésa fue la obra del Señor y nos dejó maravillados. Ahora yo les digo a ustedes: «Se les quitará el Reino de los Cielos, y será entregado a un pueblo que le hará producir sus frutos».

En esta parábola se nos muestra cómo ve Dios la historia humana. Desde el origen del mundo manifiesta su amor indulgente y misericordioso, que llega a su plenitud en la entrega de su propio Hijo.

La parábola pone de relieve el cuidado que tiene el Señor con su viña, que es la humanidad: la plantó... la rodeó con una cerca... cavó... construyó un lagar...la arrendó... se marchó. Detrás de estos verbos resuena la canción de la viña del cap. 5 de Isaías (1ª lectura de hoy): A nosotros, que somos su viña, Dios muestra en obras el amor que nos tiene y espera que, de nuestra parte, demos los frutos que nos hacen semejantes a él. Pero a la bondad de Dios, la humanidad responde con gestos de maldad. Nos puso en la vida para que vivamos con la alegría del compartir y perdonar, pero endurecemos nuestro corazón y lo llenamos de hostilidad, envidia y avaricia.

La respuesta de los labradores a los enviados del señor fue de una violencia tremenda: a uno lo apalearon, a otro lo mataron, al tercero lo apedrearon. El señor envío a más criados, pero los campesinos reaccionaron con igual ingratitud y prepotencia. El dueño de la viña se juega la última carta que le queda: enviar a su propio hijo, con la esperanza de que lo respetarán. ¡Pero nada de eso! Los labradores lo arrojan fuera de la viña, le dan muerte y deciden quedarse con la herencia.

Los oyentes de Jesús, interpelados por Él, reaccionan a la parábola diciendo que el delito cometido por aquellos viñadores merece la más severa condena. Y así es como leemos la historia: pensamos que Dios puede ser más violento que los malvados y que la venganza triunfa.

Pero Dios no piensa así. No es un Dios vengativo, no devuelve mal por mal, sino que lo restaura todo con su amor que salva. En este sentido, la parábola encierra el mensaje central de nuestra fe: la entrega de Jesús demuestra el amor incondicional de Dios por nosotros.

En la cruz de Jesús se revela hasta qué horrores puede llegar la maldad humana y hasta que extremos de bondad puede llegar el amor de Dios para vencer el mal con el bien y restaurarlo todo con su amor que triunfa sobre el pecado y la injusticia de los hombres. Nuestro mal descarga toda su carga mortífera quitándole la vida al Autor de la vida. Dios se manifiesta como el amor omnipotente que da su vida a quienes se la quitan.

Israel no aceptó el mensaje de Jesús, no se convirtió, no lo siguió. Pero la consecuencia de esto no fue la de un castigo divino, como podía esperarse por algunos pasajes del Antiguo Testamento. Lo que ocurre más bien es que a su pueblo que lo rechaza, Dios le hace la “oferta” más radical: le entrega a su “Hijo querido” como la expresión de su amor.

Por su parte, el mismo Jesús, con la confianza absoluta que mantuvo en Dios, y que le hizo estar en profunda sintonía con Él para asumir su voluntad como propia, nos hace ver que su muerte no fue un simple asesinato ni el resultado de un destino ciego. En su pasión, voluntariamente aceptada, Jesús revela hasta dónde es capaz de llegar el amor solidario de Dios su Padre, y el suyo propio, porque está dispuesto a ir hasta lo más alejado de sí mismo, para salvar a todos, sin excluir ni al más abandonado y perdido de sus hermanos.

Esta adhesión de Jesús al plan de salvación del Padre se muestra de modo claro en las  palabras que pronunció antes de su pasión, tal como están recogidas en el evangelio de Juan: Ahora me encuentro profundamente angustiado, ¿pero qué puedo decir? ¿Padre, líbrame de esta hora? De ningún modo; porque he venido precisamente para aceptar esta hora. Padre glorifica tu nombre. Entonces se oyó una voz venida del cielo: - Yo lo he glorificado y lo volveré a glorificar” (Jn 12, 27-28).  

Y con esta confianza de que el Padre pondría de manifiesto el valor salvador de su entrega por nosotros, Jesús morirá exclamando: Todo está cumplido (Jn 19,30). Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu (Lc 23,46).

El evangelio nos lleva al encuentro con un Dios Crucificado, un Dios que sufre como y con sus hijos e hijas que sufren. El misterio de la muerte y resurrección del Señor nos enseña a ver la vida como Él la ve, a llenar de amor toda situación de dolor, y a enfrentar y vencer el mal como Él enseñó.

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