miércoles, 30 de septiembre de 2020

Exigencias del seguimiento de Jesús (Lc 9, 52-62)

P. Carlos Cardó SJ

Cristo y los penitentes, óleo sobre lienzo de Anthony Van Dyck (alrededor de los años 1630), Colección privada 

Envió mensajeros delante de él, que fueron y entraron en un pueblo samaritano para prepararle alojamiento. Pero los samaritanos no lo quisieron recibir, porque se dirigía a Jerusalén.

Al ver esto sus discípulos Santiago y Juan le dijeron: «Señor, ¿quieres que mandemos bajar fuego del cielo que los consuma?».

Pero Jesús se volvió y los reprendió. Y continuaron el camino hacia otra aldea.
Mientras iban de camino Jesús y sus discípulos, le dijo uno: «Te seguiré adonde vayas».

Jesús le respondió: «Las zorras tienen madriguera, y los pájaros nido, pero el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar la cabeza».

A otro le dijo: «Sígueme».

Él respondió: «Déjame primero ir a enterrar a mi padre».

Jesús le contestó: «Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el reino de Dios».

Otro le dijo: «Te seguiré, Señor. Pero déjame primero despedirme de mi familia».

Jesús le contestó: «El que echa mano al arado y sigue mirando atrás no vale para el reino de Dios».

Jesús en su viaje a Jerusalén atraviesa una aldea de Samaría. Desde que Israel se dividió en los reinos de Judea y Samaría, los judíos trataban a los samaritanos de réprobos y herejes. Por eso, al pasar Jesús por esa región, no es bien recibido.

La reacción de Santiago y Juan, conocidos como los violentos (Boanergés o hijos del trueno), es una muestra del odio racial, religioso y político que se tenían ambos pueblos: ¿Quieres que mandemos fuego del cielo que acabe con ellos? Apelan a la violencia en nombre de Dios para resolver las diferencias. Jesús los reprende. Él no acepta ninguna forma de violencia. Al contrario, quiere eliminarla de raíz con su ejemplo y doctrina sobre el amor, el perdón, la tolerancia y el diálogo.

Jesús nos invita a evitar que las diferencias se conviertan en causa de división y a que procuremos forjar la unión verdadera que se da con el respeto a las diferencias. Apropiarse de Cristo y de su mensaje, creer que sólo quienes piensan como nosotros lo hacen rectamente, eso suele ser la causa de las actitudes de intolerancia, exclusión y acepción de personas, que dañan profundamente a la Iglesia.

Jesús alienta en nosotros la verdadera tolerancia, que es amplitud de corazón para acoger, respetar y valorar a aquellos, que quizá no piensan como yo, pero buscan también servir con buena voluntad. «Tolerancia, amplitud de miras, respeto, diálogo, colaboración…, son pues virtudes esencialmente eclesiásticas. Y no debemos olvidar que sólo hay una cosa que en el plano humano puede establecer la unidad en la Iglesia: el amor, que permite al otro ser de otra manera, aunque no logre “comprenderlo”» (K. Rahner).

Los restantes versículos nos confrontan con las exigencias radicales del seguimiento de Jesús por medio de tres breves y cortantes escenas.

- En la primera, un hombre sale al encuentro de Jesús y, antes de ser llamado, le dice: Yo te seguiré. Es él quien toma la iniciativa. No tiene en cuenta que es el Señor quien llama y da su gracia para poder asumir las exigencias de su seguimiento. Por eso Jesús obliga a reflexionar: formar parte del grupo de sus seguidores no trae ventajas económicas, ni poder ni prestigio; quien lo sigue ha de poner toda su seguridad en Dios, no en bienes materiales. Seguir a Jesús es imitar su modo de ser: Él no tiene donde reclinar la cabeza, y halla su plena satisfacción personal en el servicio a los demás.

- En la segunda escena, otra persona quiere seguir a Jesús, pero ve que primero tiene que ir a sepultar a su padre. Indudablemente se trata de un deber filial, una acción piadosa derivada del honor que se debe a los padres (Ex 20,12; Lev 19,3), pero, aunque sea algo muy bueno, no es lo primero. El Señor es quien debe ser el primero, si no, no es Señor. La entrega a Cristo es tan incondicional que, frente a ella, hasta el deber de enterrar al padre cede su prioridad. Con este dicho, que puede resultar chocante a nuestra sensibilidad, Jesús se sitúa de forma soberana por encima de todo. Se coloca en el mismo plano de Dios.

Deja a los muertos que entierren a sus muertos, significa, entonces, que nada, excepto lo referente a Dios, se puede absolutizar. Todo amor, por sublime que sea, deriva del amor a Dios y a Él tiene que ordenarse. Jesús antepuso su amor a María y a José –que angustiados lo buscaban–, a la necesidad que sentía de ocuparse de las cosas de su Padre (Lc 2,48s). Y hay que recordar que aun en el plano humano, si un joven no ordena el afecto que tiene a sus padres y no adquiere libertad frente a ellos, no alcanza la adultez que se requiere para formar la propia familia, seguir la propia vocación o emprender algo de manera autónoma y responsable.

- En la tercera situación se repiten y condensan las actitudes anteriores. La llamada del Señor exige ya no sólo de la disponibilidad frente a cosas y afectos, sino también frente a uno mismo, para entregar la propia vida, poniendo toda la confianza en Dios. Mirar atrás es mirarse a sí mismo, buscar seguridades, aducir méritos propios, alegar por mi pasado, por lo que he conquistado o lo que represento. De todo ello nos puede liberar el Señor para hacernos ver que la garantía única es la promesa que Él nos ha hecho y lo que sólo Él es capaz de realizar por mí.

Con su lenguaje sencillo y directo, el Papa Francisco resume este texto del evangelio con estas palabras: “Jesús apunta directamente hacia a la meta; y a las personas que encuentra y que le piden seguirlo, les dice claramente cuáles son las condiciones: no tener una morada fija; saberse despegar de los afectos humanos; no ceder a la nostalgia del pasado. Pero Jesús no impone jamás, Jesús es humilde, Jesús”.

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