jueves, 17 de septiembre de 2020

La mujer pecadora en casa del fariseo (Lc 7, 36-50)

P. Carlos Cardó SJ

Cristo en casa del fariseo, mosaico de Firs Sergeevich Zhuravlev (1900), Catedral de la Resurrección de Cristo, San Petersburgo, Rusia

Un fariseo invitó a Jesús a comer. Entró en casa del fariseo y se reclinó en el sofá para comer. En aquel pueblo había una mujer conocida como una pecadora; al enterarse de que Jesús estaba comiendo en casa del fariseo, tomó un frasco de perfume, se colocó detrás de él, a sus pies, y se puso a llorar. Sus lágrimas empezaron a regar los pies de Jesús y ella trató de secarlos con su cabello. Luego le besaba los pies y derramaba sobre ellos el perfume.

Al ver esto el fariseo que lo había invitado, se dijo interiormente: «Si este hombre fuera profeta, sabría que la mujer que lo está tocando es una pecadora, conocería a la mujer y lo que vale».

Pero Jesús, tomando la palabra, le dijo: «Simón, tengo algo que decirte».

Simón contestó: «Habla, Maestro».

Y Jesús le dijo: «Un prestamista tenía dos deudores: uno le debía quinientas monedas y el otro cincuenta. Como no tenían con qué pagarle, les perdonó la deuda a ambos. ¿Cuál de los dos lo querrá más?».

Simón le contestó: «Pienso que aquel a quien le perdonó más».

Y Jesús le dijo: «Has juzgado bien».

Y volviéndose hacia la mujer, dijo a Simón: «¿Ves a esta mujer? Cuando entré en tu casa, no me ofreciste agua para los pies, mientras que ella me ha lavado los pies con sus lágrimas y me los ha secado con sus cabellos. Tú no me has recibido con un beso, pero ella, desde que entró, no ha dejado de cubrirme los pies de besos. Tú no me ungiste la cabeza con aceite; ella, en cambio, ha derramado perfume sobre mis pies. Por eso te digo que sus pecados, sus numerosos pecados, le quedan perdonados, por el mucho amor que ha manifestado. En cambio aquel al que se le perdona poco, demuestra poco amor».

Jesús dijo después a la mujer: «Tus pecados te quedan perdonados». Y los que estaban con él a la mesa empezaron a pensar: «¿Así que ahora pretende perdonar pecados?».

Pero de nuevo Jesús se dirigió a la mujer: «Tu fe te ha salvado, vete en paz».

La casa puede simbolizar a la Iglesia que reúne a justos y pecadores, o a sus miembros e instituciones que pueden también acoger a Jesús con la frialdad del fariseo Simón. Ella y cada uno de nosotros necesitamos la enseñanza acerca del perdón y del mayor amor.

Una mujer se acerca. Eso solo era ya un hecho que podía parecer desconcertante, inconveniente, hasta escandaloso en la cultura judía de entonces. Sin identidad propia, se la conoce como pecadora pública. Prostituta, vende su cuerpo por dinero. A nadie le interesan las tribulaciones, carencias y vacíos que la marcaron desde la infancia, ni la desesperada situación económica que la arrastra a vender su cuerpo. Para el mundo es una perdida. Para los judíos es una impura, excluida. Para Jesús, una oveja herida que reclama su amor comprensivo y solícito. Jesús revela a un Dios que busca lo perdido. Por eso dirá repetidas veces: Yo no he venido a buscar a justos sino a pecadores…

Frente a ella se sitúa el fariseo Simón, que ha invitado a Jesús. Probablemente se le tiene por hombre probo y nadie advierte (o no quieren advertir) que también él es un pecador que peca de prostitución porque prostituye la religión: ofrece buenas obras, rezos, acciones de culto, para ganarse la benevolencia de Dios. Intenta comprarlo con las obras de la ley. Vive en la presunción de la propia justicia. Conoce sólo el mérito, no reconoce la deuda que tiene contraída y el amor con que se alcanza el perdón. Quiere merecer el amor de Dios. No sabe que el amor es gratuito.

Pero a ambos ama el Señor. A ambos invita a abrirse a la misericordia.

En el fariseo hay extrañeza, desdén, escándalo. En la mujer, hay determinación, generosidad, ternura. En Jesús, complacencia, agrado, alegría y aprobación plena por ella.

La mujer se presentó con un vaso de alabastro lleno de perfume para honrar a Jesús. Por su parte Jesús, que siempre aparece como el que da, ahora aparece recibiendo: alguien le da algo, una mujer que se siente libre para agradecer el amor que el Señor le ha mostrado en su vida.

La mujer llora y humedece los pies del Señor con sus lágrimas. Se puede pensar que es por el remordimiento de la vida que ha llevado. Pero hay algo más en su forma de llorar. Su llanto es apacible, sereno, consolador, casi llanto de alegría; es llanto de amor por Jesús.

Y el fariseo se escandaliza. Pero no le escandaliza que esa mujer actúe así, sino que el Maestro lo consienta y lo apruebe.

Jesús, entonces, propone a Simón la parábola de los dos deudores. Todos somos deudores de Dios: mi vida, mis bienes y, sobre todo, lo que me ha perdonado –y que sólo Él y yo sabemos… Quien reconoce que ha recibido el don mayor, amará más. Quien tiene contraída la mayor deuda, por haber recibido un perdón mayor, se siente amado más. Por eso, mostrará más amor. El núcleo de la parábola está en la relación entre los dos verbos: perdonar y mostrar más amor. Se me ha perdonado más, muestro más amor.

Gratitud es reconocer la vida como un regalo de amor, no como una deuda que tengo que pagar. El pecado es falta de amor agradecido. El pecador no ama, lo que hace es procurar ganarse méritos, pagar y comprar con buenas acciones. Así, es capaz de llevar una vida pródiga de obras, que despiertan la alabanza de quienes las ven, pero que no manifiestan amor verdadero. Toda la vida religiosa se convierte en un continuo pagar, merecer y comprar. Puedo repartir mis bienes entre los necesitados, tener una fe como para mover montañas, entregar incluso mi cuerpo a las llamas si no tengo amor, de nada me sirve (1 Cor 13).

El perdón procede del amor. Dios nos ha perdonado primero por puro amor. Nuestro amor es la respuesta a esa gracia que se me ha concedido. Por eso, esta mujer ama más que el fariseo: porque ella sí se ha sentido amada y ha reconocido el amor.

Toda religión y toda ética buscan que las personas sean mejores y pequen menos. El cristianismo va mucho más allá y cambia la cuestión: No simplemente que sean mejores y pequen menos, sino que amen más. Porque reconozco que Dios me ha amado, no puedo hacer otra cosa que poner amor en mi vida.

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