P. Carlos Cardó SJ
Jesús les dijo: “A ver, ¿qué les parece? Un hombre tenía dos hijos. Se dirigió al primero y le dijo: Hijo, ve hoy a trabajar en la viña. El hijo le respondió: No quiero; pero luego se arrepintió y fue. Acercándose al segundo le dijo lo mismo. Éste respondió: Ya voy, señor; pero no fue. ¿Cuál de los dos hizo la voluntad de su padre? ”.
Le dijeron: “El primero”. Y Jesús les contestó: “Les aseguro que los recaudadores y las prostitutas entrarán antes que ustedes en el reino de Dios. Porque vino Juan, enseñando el camino de la justicia, y no le creyeron, mientras que los recaudadores y las prostitutas le creyeron. Y ustedes, aun después de verlo, no se han arrepentido ni han creído”.
El
evangelio nos propone la parábola del padre que envía a sus dos hijos a
trabajar en su viña. La pregunta, ¿Qué les parece, quién de los dos
hizo lo que quería el padre?, interpela a los oyentes, los convierte en
personajes del relato para que definan su posición ante Dios, porque
proclamándolo de palabra y con los actos del culto pueden estar lejos de
cumplir su voluntad; creyéndose justos, pueden ser peores que los publicanos y
prostitutas.
Los
dos hermanos de la parábola manifiestan actitudes contrarias, pero en realidad
son una misma persona: ambos representan al que escucha la parábola, pero
piensa que el asunto no le atañe porque no quiere cambiar. Los sacerdotes, los
escribas y los notables del pueblo –a quienes Jesús se dirige en primer lugar– se
consideran justos y no tienen ninguna voluntad de cambiar. Los publicanos y las
prostitutas, en cambio, no cumplen la voluntad de Dios, pero ellos no pretenden
aparecer como justos, dada la fama que tienen de pecadores públicos.
Se
puede decir que aquellos hermanos de la parábola recuerdan al hijo pródigo (Lc 15, 11-32) que transgrede, pero con
nostalgia de la seguridad que el hijo mayor mantiene en su casa paterna. Se
parecen también al hijo mayor que se queda en casa y obedece, pero con envidia
y rencor por la libertad del menor. Ambos son iguales en el fondo: tienen la
misma imagen del padre como un patrón exigente, frente al cual sólo cabe o
rebelarse o someterse. Sólo cuando reconozcan al padre como lo que es, lleno de
amor indulgente y generoso, podrán establecer con él una relación auténtica de
amor y libertad.
El padre se
dirige al primero de sus hijos y le pide que vaya a trabajar a la viña. El hijo
le responde tajantemente: No quiero. Desde el origen, el hombre –representado
en Adán– se siente movido ciegamente a identificarse en contra de su Creador y
Padre. El engaño que encierra este afán es la ilusión de obrar por el propio
bien, pero yendo más allá de las posibilidades humanas, hasta romper la relación
del hijo con su Padre y desfigurar la propia humanidad.
Este
engaño actúa en el primer hijo de la parábola. Pero después reflexiona, se
rectifica y va a trabajar en la viña. No se dice cómo ocurre este cambio. Los
profetas han descrito el sentimiento de vacío interior que sobreviene a quien
abandona el camino del bien: Así dice el
Señor: Me han dejado a mí, fuente de aguas vivas, para ir a construirse
cisternas, cisternas agrietadas que no pueden contener el agua (Jer 2,13).
El
padre le hace el mismo encargo al segundo hijo: que vaya también él a trabajar
a la viña. Y en contraste con el primero, su respuesta es: Voy, señor; pero todo queda en palabras, y no va.
Tampoco este hijo comprende al padre. Dividido en su interior, dice sí porque quizá
es incapaz de decir no, y finalmente se queda sin hacer nada. No tiene
libertad. Además, decir sí por puro miedo supone la imagen de un padre que no
respeta la libertad de sus hijos y castiga a quien se rebela.
Para que se entienda bien su parábola, Jesús se dirige
luego a los sumos sacerdotes y ancianos del pueblo, que se sienten los
profesionales de Dios, los más cercanos a Dios, y les dice: Les aseguro que
los publicanos y las prostitutas les llevan la delantera en el camino del reino
de Dios. Ellos no sienten necesidad de convertirse porque no reconocen
que tienen que cambiar. Son ciegos porque creen ver, son pecadores por creerse
santos.
Vino
Juan Bautista a preparar los caminos del
Señor y dijeron de él que tenía un
demonio (Mt 11,18), en cambio los recaudadores de impuestos y las
prostitutas, que no presumen de ser santos, sí le creyeron, cambiaron de vida y
se acercaron a Jesús, confiando en la misericordia y en el perdón de Dios que
por medio de Él se les ofrecía. Por eso Él los alaba.
El
evangelio de hoy es, pues, una invitación en primer lugar a revisar la imagen que
tenemos de Dios para abrirnos a su misericordia y confiar. Nos hace ver también
que nuestros actos van creando actitudes que condicionan nuestra conducta pero
no anulan totalmente nuestra libertad, no son irrevocables, por eso podemos
cambiar.
Y,
finalmente, la parábola nos mueve a reflexión sobre la coherencia y
autenticidad en la práctica de nuestra fe cristiana porque podemos estar diciéndole
sí al Señor, pero no pasamos a la
obra, no avanzamos en la generosidad y libertad propias del amor, y nos
asemejamos a los que dicen no. Si
soy consciente de ello, la conversión es posible.
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